Análisis Retrospectivo 1960-1982
La nueva ola
“A finales de los años 50, en el seno de la revista francesa Cahiers du Cinema se empezó a gestar un movimiento estético – ideológico que, andando con el tiempo, influiría poderosamente en las cinematografías del mundo entero. Sus jóvenes propulsores, críticos al principio y luego cineastas, motivados por las ideas de André Bazin, se erigieron en contra del cine académico y reclamaron una nueva forma de ver, hacer, sentir y pensar el arte de las imágenes en movimiento.
Ante el conformismo mental y estilístico reinante tanto en Europa como en Hollywood, propusieron la cámara estilográfica y establecieron la teoría del autor cinematográfico. De la primera, la caméra-stylo, su autor fue el realizador Alexandre Astruc, quien manifestaba: “El cine se va convirtiendo poco a poco en un lenguaje. Es decir, en una forma mediante la cual el artista puede expresar su pensamiento, por muy abstracto que sea, o traducir sus obsesiones exactamente como ocurre hoy con el ensayo o la novela”. A las técnicas declamatorias y acartonadas, los recién llegados opusieron una cámara que se movía libremente en busca del gesto espontáneo y la frescura en el acontecer. Enfrentaron además una moral de liberación a la moral represora de los instintos. Y consecución admirable, revolucionaron las ideas y los sistemas de producción al tiempo que posibilitaban el surgimiento de una cinefilia consciente y una nueva actitud de los espectadores. Ese movimiento fue conocido como la “Nueva Ola (Nouvele Vague). Las obras que determinaron su definición fueron principalmente «Hiroshima, mi amor (Hiroshima, mon amour)», de Alain Resnais; «Los Primos (Les Cousins)», de Claude Chabrol; «Sin Aliento (A bout de soufflé)», de Jean – Luc Goddard, y «Los 400 Golpes (Les Quatre cents coups)», de Francois Truffaut.
Un lustro después, agobiados por el marasmo fílmico de casi dos décadas, los espectadores y cinéfilos mexicanos se hicieron eco del ejemplo francés y empezaron a mostrar también ellos su inconformidad y sus inquietudes. Reclamaban, como el título de una novela de Truman Capote: otras voces, otros ámbitos. Su primera manifestación formal surgió a través de la revista Nuevo Cine (cuyo primero de sus siete números tiene fecha de abril de 1961) y del grupo que se formó en torno suyo: José de la Colina, Rafael Corkidi, Salvador Elizondo, Jomi García Ascot, Emilio García Riera, José Luís González De León, Heriberto Lafranchi, Carlos Monsiváis, Julio Pliego, Gabriel Ramírez, José María Sbert y Luís Vicens. Surgieron los primeros cine – clubes y los críticos especializados de tiempo completo, así como el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (C.U.E.C.). Entre 1964 y 1965 se llevó a cabo el Primer Concurso de Cine Experimental, organizado por la sección de Técnicos y Manuales del STPC, certamen en el que hicieron eclosión todas las inquietudes acumuladas hasta entonces. Es decir, los jóvenes (y los no tan jóvenes) acudieron en tropel al llamado” (Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 108 – 109)
“A finales de los años 50, en el seno de la revista francesa Cahiers du Cinema se empezó a gestar un movimiento estético – ideológico que, andando con el tiempo, influiría poderosamente en las cinematografías del mundo entero. Sus jóvenes propulsores, críticos al principio y luego cineastas, motivados por las ideas de André Bazin, se erigieron en contra del cine académico y reclamaron una nueva forma de ver, hacer, sentir y pensar el arte de las imágenes en movimiento.
Ante el conformismo mental y estilístico reinante tanto en Europa como en Hollywood, propusieron la cámara estilográfica y establecieron la teoría del autor cinematográfico. De la primera, la caméra-stylo, su autor fue el realizador Alexandre Astruc, quien manifestaba: “El cine se va convirtiendo poco a poco en un lenguaje. Es decir, en una forma mediante la cual el artista puede expresar su pensamiento, por muy abstracto que sea, o traducir sus obsesiones exactamente como ocurre hoy con el ensayo o la novela”. A las técnicas declamatorias y acartonadas, los recién llegados opusieron una cámara que se movía libremente en busca del gesto espontáneo y la frescura en el acontecer. Enfrentaron además una moral de liberación a la moral represora de los instintos. Y consecución admirable, revolucionaron las ideas y los sistemas de producción al tiempo que posibilitaban el surgimiento de una cinefilia consciente y una nueva actitud de los espectadores. Ese movimiento fue conocido como la “Nueva Ola (Nouvele Vague). Las obras que determinaron su definición fueron principalmente «Hiroshima, mi amor (Hiroshima, mon amour)», de Alain Resnais; «Los Primos (Les Cousins)», de Claude Chabrol; «Sin Aliento (A bout de soufflé)», de Jean – Luc Goddard, y «Los 400 Golpes (Les Quatre cents coups)», de Francois Truffaut.
Un lustro después, agobiados por el marasmo fílmico de casi dos décadas, los espectadores y cinéfilos mexicanos se hicieron eco del ejemplo francés y empezaron a mostrar también ellos su inconformidad y sus inquietudes. Reclamaban, como el título de una novela de Truman Capote: otras voces, otros ámbitos. Su primera manifestación formal surgió a través de la revista Nuevo Cine (cuyo primero de sus siete números tiene fecha de abril de 1961) y del grupo que se formó en torno suyo: José de la Colina, Rafael Corkidi, Salvador Elizondo, Jomi García Ascot, Emilio García Riera, José Luís González De León, Heriberto Lafranchi, Carlos Monsiváis, Julio Pliego, Gabriel Ramírez, José María Sbert y Luís Vicens. Surgieron los primeros cine – clubes y los críticos especializados de tiempo completo, así como el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (C.U.E.C.). Entre 1964 y 1965 se llevó a cabo el Primer Concurso de Cine Experimental, organizado por la sección de Técnicos y Manuales del STPC, certamen en el que hicieron eclosión todas las inquietudes acumuladas hasta entonces. Es decir, los jóvenes (y los no tan jóvenes) acudieron en tropel al llamado” (Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 108 – 109)
La producción cinematográfica de largometraje en México en 1960: una disminución alarmante.
Adolfo López Mateos llegaba a la presidencia y con él las esperanzas nacionalistas renacían.
En 1960 el gobierno nacionalizó la industria eléctrica, se hizo efectivo el reparto de utilidades mediante reformas al artículo 123 de la constitución y se otorgó rango constitucional a los derechos de los servidores públicos; además, fue creado el Instituto Nacional de Seguridad y Servicios Sociales para los Trabajadores del Estado (I.S.S.S.T.E.) y el Instituto Nacional de Protección a la Infancia, se construyeron nuevas carreteras y se siguieron ampliando las vías férreas.
Al lado de esto la producción estándar sólo pudo sostener un volumen de realizaciones anuales de cien títulos gracias a las series de supuestos cortos filmados en los Estudios América. Las producciones del S.T.P.C. (Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica) habían disminuido prácticamente a la mitad y se vivía un estancamiento temático al que no se le veía salida alguna.
En 1958 se fundó el grupo Cine Taller integrado, entre otros, por Julio Pliego, Manuel González Casanova, Nancy Cárdenas y Eduardo Lizalde; pretendía realizar películas de interés cultural y social pero solo logró elaborar algunos guiones de televisión. En 1959 los productores declaraban en crisis a la industria cinematográfica.
Fue en 1960 cuando el Estado decidió intervenir directamente en la industria del cine sin que mediara ley alguna, comprando la mayoría de las acciones de los socios de William Jenkins, Manuel Espinosa Iglesias (Compañía Operadora de Teatros) y Gabriel Alarcón (Cadena de Oro), así como los estudios Churubusco y San Ángel Inn. Con esta medida se puso un alto al monopolio de la exhibición, pero se tuvo que seguir proyectando el mismo tipo de películas porque económicamente la cinematografía mexicana no podía competir con la norteamericana.
Para 1961 la crisis resultaba evidente: la producción seguía bajando hasta llegar a la preocupante cifra de 47 cintas. Por otra parte el agotamiento de las figuras dejaba al cine nacional sin el atractivo principal de los últimos tiempos. Los “ídolos inmortales” Pedro Infante y Jorge Negrete habían muerto y la comicidad regionalista de Eulalio González “Piporro” era limitada. Aunado a esto el nuevo gobierno de Cuba encabezado por Fidel Castro le cerraba las puertas al cine mexicano. Comenzaban a perderse también los mercados de Latinoamérica.
En compensación, el número de “series” o largometrajes disfrazados hechos por el S.T.I.C. (Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica) subió. Además, este tipo de cine empezó a permitirse ciertos lujos: con la serie “María Pistolas” de 1962 se inició la producción en color en los estudios América, y en 1963 las tres películas de la serie “El jurado resuelve” señalaron la incorporación a los mencionados estudios del director Julio Bracho.
En realidad es difícil determinar hasta qué punto el control de la exhibición por el Estado influyó en la renuencia de los productores privados a mantener su ritmo de trabajo; sin embargo, la desconfianza en el Estado queda confirmada por el siguiente dato: si en 1964 hubo un ligero repunte en la producción regular fue porque un nuevo productor privado, Jesús Sotomayor, dejó la distribución de sus trece cintas del año en manos de la compañía norteamericana Columbia Pictures.
Al margen de todo esto, en 1960 un grupo de escritores aficionados al cine y críticos influidos por la “política de autor” formaron el grupo Nuevo Cine. Este grupo se proponía difundir la cultura cinematográfica desde posturas de ataque a los falsos valores y obviamente de defensa de los directores como responsables de la calidad de sus películas. Los miembros más destacados del grupo fueron Emilio García Riera, José de la Colina, Gabriel Ramírez Aznar, Carlos Monsiváis, Salvador Elizondo, José Miguel (Jomi) García Ascot, José Luis González de León, Luis Vicens y varios aspirantes a director como Salomón Laiter, Manuel Michel, Juan Manuel Torres, Rafael Corkidi y Paul Leduc; además el grupo editó una revista también llamada “Nuevo Cine”, que llegó solamente a siete números pero que logró llamar la atención y provocar el enojo de los defensores interesados del cine mexicano convencional. Este es el manifiesto publicado en el número 1 de la revista:
“Al constituir el grupo Nuevo Cine, los firmantes: cineastas, aspirantes a cineastas, críticos y responsables de Cine – Clubes, declaramos que nuestros objetivos son los siguientes:
1. La superación del deprimente estado del cine mexicano. Para ello juzgamos que deberán abrirse las puertas a una nueva promoción de cineastas cada día más necesaria. Consideramos que nada justifica las trabas que se oponen a quienes (directores, argumentistas, fotógrafos, etc.) pueden demostrar su capacidad para hacer en México un nuevo cine que, indudablemente, será muy superior al que hoy se realiza. Todo plan de renovación del cine nacional que no tenga en cuenta tal problema está, necesariamente, destinado al fracaso.
2. Afirmar que el cineasta creador tiene tanto derecho como el literato, el pintor o el músico a expresarse con libertad. No lucharemos porque se realice un tipo determinado de cine, sino para que en el cine se produzca el libre juego de la creación, con la diversidad de posiciones estéticas, morales y políticas que ello implica. Por lo tanto nos opondremos a toda censura que pretenda coartar la libertad de expresión en el cine.
3. La producción y libre exhibición de un cine independiente realizado al margen de las convenciones y limitaciones impuestas por los círculos que, de hecho, monopolizan la producción de películas. De igual manera, abogaremos porque el corto metraje y el cine documental tengan el apoyo y el estímulo que merecen y puedan ser exhibidos al gran público en condiciones justas.
4. El desarrollo en México de la cultura cinematográfica a través de los siguientes renglones:
a) Por la fundación de un instituto serio de enseñanza cinematográfica que específicamente se dedique a la formación de nuevos cineastas.
b) Para que se dé apoyo y estímulo al movimiento de cine – clubes, tanto en el Distrito Federal como en la provincia.
c) Por la formación de una cinemateca que cuente con los recursos necesarios y que esté a cargo de personas solventes y responsables.
d) Por la existencia de publicaciones especializadas que orienten al público, estudiando a fondo los problemas del cine. En el cumplimiento de tal fin, los firmantes se proponen publicar en breve la revista mensual “Nuevo Cine”.
e) Por el estudio y la investigación de todos los aspectos del cine mexicano.
f) Porque se dé apoyo a los grupos de cine experimental.
5. La superación de la torpeza que rige el criterio selectivo de los exhibidores de películas extranjeras en México, que nos han impedido conocer muchas obras capitales de realizadores como Chaplin, Dreyer, Ingmar Bergman, Antonioni, Mizoguchi, etc., obras que incluso, han dejado grandes beneficios a sus exhibidores al ser explotadas en otros países.
6. La defensa de la Reseña de Festivales por todo lo que favorece al contacto, a través de los films y de las personalidades, con lo mejor de la cinematografía mundial, y el ataque a los defectos que han impedido a las reseñas celebradas cumplir cabalmente su cometido.
Tales objetivos se complementan y condicionan unos a otros. Para su logro, el grupo Nuevo Cine espera contar con el apoyo del público cinematográfico consciente, de la masa cada vez mayor de espectadores que ven en el cine no sólo un medio de entretenimiento, sino uno de los más formidables medios de expresión de nuestro siglo.
México, Enero de 1961.
El Grupo Nuevo Cine: José de la Colina, Rafael Corkidi, Salvador Elizondo, J. M. García Ascot, Emilio García Riera, J. L. González de León, Heriberto Lanfranchi, Carlos Monsiváis, Julio Pliego, Gabriel Ramírez, José María Sbert, Luís Vicens”.
Fueron afines a este grupo en mayor o menor medida Carlos Fuentes, José Luis Cuevas, Manuel Barbachano Ponce, Luis Buñuel y Luis Alcoriza.
Demasiado romántico para ser duradero, reducido casi exclusivamente a la esfera del pensamiento, el grupo Nuevo Cine puede considerarse el origen del renacimiento del cine mexicano.
Adolfo López Mateos llegaba a la presidencia y con él las esperanzas nacionalistas renacían.
En 1960 el gobierno nacionalizó la industria eléctrica, se hizo efectivo el reparto de utilidades mediante reformas al artículo 123 de la constitución y se otorgó rango constitucional a los derechos de los servidores públicos; además, fue creado el Instituto Nacional de Seguridad y Servicios Sociales para los Trabajadores del Estado (I.S.S.S.T.E.) y el Instituto Nacional de Protección a la Infancia, se construyeron nuevas carreteras y se siguieron ampliando las vías férreas.
Al lado de esto la producción estándar sólo pudo sostener un volumen de realizaciones anuales de cien títulos gracias a las series de supuestos cortos filmados en los Estudios América. Las producciones del S.T.P.C. (Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica) habían disminuido prácticamente a la mitad y se vivía un estancamiento temático al que no se le veía salida alguna.
En 1958 se fundó el grupo Cine Taller integrado, entre otros, por Julio Pliego, Manuel González Casanova, Nancy Cárdenas y Eduardo Lizalde; pretendía realizar películas de interés cultural y social pero solo logró elaborar algunos guiones de televisión. En 1959 los productores declaraban en crisis a la industria cinematográfica.
Fue en 1960 cuando el Estado decidió intervenir directamente en la industria del cine sin que mediara ley alguna, comprando la mayoría de las acciones de los socios de William Jenkins, Manuel Espinosa Iglesias (Compañía Operadora de Teatros) y Gabriel Alarcón (Cadena de Oro), así como los estudios Churubusco y San Ángel Inn. Con esta medida se puso un alto al monopolio de la exhibición, pero se tuvo que seguir proyectando el mismo tipo de películas porque económicamente la cinematografía mexicana no podía competir con la norteamericana.
Para 1961 la crisis resultaba evidente: la producción seguía bajando hasta llegar a la preocupante cifra de 47 cintas. Por otra parte el agotamiento de las figuras dejaba al cine nacional sin el atractivo principal de los últimos tiempos. Los “ídolos inmortales” Pedro Infante y Jorge Negrete habían muerto y la comicidad regionalista de Eulalio González “Piporro” era limitada. Aunado a esto el nuevo gobierno de Cuba encabezado por Fidel Castro le cerraba las puertas al cine mexicano. Comenzaban a perderse también los mercados de Latinoamérica.
En compensación, el número de “series” o largometrajes disfrazados hechos por el S.T.I.C. (Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica) subió. Además, este tipo de cine empezó a permitirse ciertos lujos: con la serie “María Pistolas” de 1962 se inició la producción en color en los estudios América, y en 1963 las tres películas de la serie “El jurado resuelve” señalaron la incorporación a los mencionados estudios del director Julio Bracho.
En realidad es difícil determinar hasta qué punto el control de la exhibición por el Estado influyó en la renuencia de los productores privados a mantener su ritmo de trabajo; sin embargo, la desconfianza en el Estado queda confirmada por el siguiente dato: si en 1964 hubo un ligero repunte en la producción regular fue porque un nuevo productor privado, Jesús Sotomayor, dejó la distribución de sus trece cintas del año en manos de la compañía norteamericana Columbia Pictures.
Al margen de todo esto, en 1960 un grupo de escritores aficionados al cine y críticos influidos por la “política de autor” formaron el grupo Nuevo Cine. Este grupo se proponía difundir la cultura cinematográfica desde posturas de ataque a los falsos valores y obviamente de defensa de los directores como responsables de la calidad de sus películas. Los miembros más destacados del grupo fueron Emilio García Riera, José de la Colina, Gabriel Ramírez Aznar, Carlos Monsiváis, Salvador Elizondo, José Miguel (Jomi) García Ascot, José Luis González de León, Luis Vicens y varios aspirantes a director como Salomón Laiter, Manuel Michel, Juan Manuel Torres, Rafael Corkidi y Paul Leduc; además el grupo editó una revista también llamada “Nuevo Cine”, que llegó solamente a siete números pero que logró llamar la atención y provocar el enojo de los defensores interesados del cine mexicano convencional. Este es el manifiesto publicado en el número 1 de la revista:
“Al constituir el grupo Nuevo Cine, los firmantes: cineastas, aspirantes a cineastas, críticos y responsables de Cine – Clubes, declaramos que nuestros objetivos son los siguientes:
1. La superación del deprimente estado del cine mexicano. Para ello juzgamos que deberán abrirse las puertas a una nueva promoción de cineastas cada día más necesaria. Consideramos que nada justifica las trabas que se oponen a quienes (directores, argumentistas, fotógrafos, etc.) pueden demostrar su capacidad para hacer en México un nuevo cine que, indudablemente, será muy superior al que hoy se realiza. Todo plan de renovación del cine nacional que no tenga en cuenta tal problema está, necesariamente, destinado al fracaso.
2. Afirmar que el cineasta creador tiene tanto derecho como el literato, el pintor o el músico a expresarse con libertad. No lucharemos porque se realice un tipo determinado de cine, sino para que en el cine se produzca el libre juego de la creación, con la diversidad de posiciones estéticas, morales y políticas que ello implica. Por lo tanto nos opondremos a toda censura que pretenda coartar la libertad de expresión en el cine.
3. La producción y libre exhibición de un cine independiente realizado al margen de las convenciones y limitaciones impuestas por los círculos que, de hecho, monopolizan la producción de películas. De igual manera, abogaremos porque el corto metraje y el cine documental tengan el apoyo y el estímulo que merecen y puedan ser exhibidos al gran público en condiciones justas.
4. El desarrollo en México de la cultura cinematográfica a través de los siguientes renglones:
a) Por la fundación de un instituto serio de enseñanza cinematográfica que específicamente se dedique a la formación de nuevos cineastas.
b) Para que se dé apoyo y estímulo al movimiento de cine – clubes, tanto en el Distrito Federal como en la provincia.
c) Por la formación de una cinemateca que cuente con los recursos necesarios y que esté a cargo de personas solventes y responsables.
d) Por la existencia de publicaciones especializadas que orienten al público, estudiando a fondo los problemas del cine. En el cumplimiento de tal fin, los firmantes se proponen publicar en breve la revista mensual “Nuevo Cine”.
e) Por el estudio y la investigación de todos los aspectos del cine mexicano.
f) Porque se dé apoyo a los grupos de cine experimental.
5. La superación de la torpeza que rige el criterio selectivo de los exhibidores de películas extranjeras en México, que nos han impedido conocer muchas obras capitales de realizadores como Chaplin, Dreyer, Ingmar Bergman, Antonioni, Mizoguchi, etc., obras que incluso, han dejado grandes beneficios a sus exhibidores al ser explotadas en otros países.
6. La defensa de la Reseña de Festivales por todo lo que favorece al contacto, a través de los films y de las personalidades, con lo mejor de la cinematografía mundial, y el ataque a los defectos que han impedido a las reseñas celebradas cumplir cabalmente su cometido.
Tales objetivos se complementan y condicionan unos a otros. Para su logro, el grupo Nuevo Cine espera contar con el apoyo del público cinematográfico consciente, de la masa cada vez mayor de espectadores que ven en el cine no sólo un medio de entretenimiento, sino uno de los más formidables medios de expresión de nuestro siglo.
México, Enero de 1961.
El Grupo Nuevo Cine: José de la Colina, Rafael Corkidi, Salvador Elizondo, J. M. García Ascot, Emilio García Riera, J. L. González de León, Heriberto Lanfranchi, Carlos Monsiváis, Julio Pliego, Gabriel Ramírez, José María Sbert, Luís Vicens”.
Fueron afines a este grupo en mayor o menor medida Carlos Fuentes, José Luis Cuevas, Manuel Barbachano Ponce, Luis Buñuel y Luis Alcoriza.
Demasiado romántico para ser duradero, reducido casi exclusivamente a la esfera del pensamiento, el grupo Nuevo Cine puede considerarse el origen del renacimiento del cine mexicano.
El surgimiento del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (C.U.E.C.).
Por su parte, el movimiento de jóvenes universitarios interesados en el estudio del cine terminó en dos hechos trascendentes en la historia de la cinematografía nacional. Ante los reclamos de los jóvenes y tras la crisis que se vivía, las autoridades universitarias crearon un Departamento de Cine, dependiente de la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM. (Universidad Nacional Autónoma de México).
El encargado del mencionado departamento fue Manuel González Casanova, quien comenzó a organizar cursos de historia y técnica del cine que serían la base para la fundación en 1963 del C.U.E.C. (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos), de donde surgirían futuros cineastas de gran prestigio como Jorge Fons, Jaime Humberto Hermosillo, Alberto Bojórquez, Marcela Fernández Violante y Alfredo Joskowicz, entre otros.
Así resume Emilio García Riera en su libro “Historia documental del cine mexicano. Tomo 11. 1961-1963. México. 1994. CONACULTA – U. de G. - IMCINE” los orígenes y el surgimiento del C.U.E.C. (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos):
“Los pasos previos dados por la UNAM a favor de la cultura cinematográfica serían contados en un folleto editado en 1971 por el propio C.U.E.C.: La Universidad Nacional Autónoma de México ha participado en una u otra forma en todos los intentos de desarrollar la cultura cinematográfica en el país, desde la fundación del primer cine – club en 1931, hasta la fecha. Dentro de la Universidad el movimiento cinematográfico se inició en 1954 cuando un grupo de estudiantes de la Escuela nacional de Arquitectura y de la Escuela Nacional de Economía organizaron el primer cine – club universitario. Luego de la formación de otros cine – clubes y de la Federación Mexicana de Cine Clubes, en 1957 se funda la Asociación Universitaria de Cine Clubes. Como algunos de estos grupos estudiantiles perseguían fines mercantiles en su organización, las autoridades universitarias, por medio de la Dirección General de Difusión Cultural, crearon en 1959 el Departamento de Actividades Cinematográficas de la Universidad, designándose Jefe de la Sección a Manuel González Casanova. El Departamento de Actividades Cinematográficas realiza a partir de esa fecha una serie de actividades, entre las que se cuentan la fundación del Cine Club de la Universidad (1959), el Cine Debate Popular (1961) y la coordinación de cine – clubes estudiantiles, Cine Club Infantil y Cine Club de Directores de Escuelas y Facultades; la fundación de la Cinemateca de la UNAM (1960), la realización de folletos cinematográficos (1961), la colección “Cuadernos de Cine” (1962), hoy con 20 títulos, la colección “Anuarios Cinematográficos (1962), la colección 2Textos de Cine” (1965), programas en Radio Universidad, producción de filmes, etcétera”.
“El Departamento de Actividades Cinematográficas dedicó especial importancia a la enseñanza de cine desde su iniciación. En esa época hacía ya algún tiempo que en la Escuela Nacional Preparatoria se venía impartiendo la clase de Cine Club dentro del programa de materias estéticas. En 1960 se organiza el primer intento de enseñanza sistemática del cine en la Universidad: se trata de las “50 lecciones de cine”, en las que se analizan los procesos que llevan a la realización de una película, vistos en cada una de sus partes especialistas en la materia, impartiéndose además como complemento, un curso sobre la Historia del Cine. En 1962 se intentó una nueva modalidad para la enseñanza del cine: las “Lecciones de Análisis Cinematográficos”, en las que se exhibía una película y después era analizada en una o varias sesiones por uno de sus realizadores, director o guionista.
Todos estos intentos fructificaron con la creación del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, fundado por Manuel González Casanova en 1963, formando parte en un principio del Departamento de Actividades Cinematográficas de la Dirección General de Difusión Cultural de la Universidad, pero teniendo a partir de 1971 independencia administrativa y calidad de Centro de Extensión Universitaria”.
“El anuario 1963 del Departamento (o Sección) de Actividades Cinematográficas anunció asó la creación del C.U.E.C.: El Centro Universitario de Estudios Cinematográficos es el primer intento serio en México por sentar las bases de una verdadera Escuela de Cine. A partir del mes de junio de 1963 se iniciaron los cursos intensivos a fin de cubrir un año de trabajo: Corrientes Estéticas del Cine, El Guión, Técnica de Laboratorio, Montaje y Fotografía, dictados respectivamente por Emilio García Riera, José Revueltas, Federico Cervantes, Gloria Schoemann y Walter Reuter. La enseñanza se complementó con algunos cursos monográficos, conferencias, seminarios y prácticas a cargo de Budd Boetticher, Nancy Cárdenas, Alejandro Galindo, Manuel González Casanova, Eduardo Lizalde y Giancarlo Zagni. En el programa especial de prácticas destacó la participación de los alumnos del Centro en la filmación de la película para televisión «A la salida», dirigida por Giancarlo Zagni. En 1964 se iniciará el segundo año de su existencia y a los cursos anteriores se agregarían: Fotografía (Sergio Véjar), Dirección (Giancarlo Zagni), Teoría del Montaje (Manuel Michel), Técnica de Laboratorio, segundo curso (Federico Cervantes), y Análisis Cinematográfico (Salvador Elizondo). Agustín Jiménez tendrá a su cargo el curso de Fotografía en primer año. Sustituye a Walter Reuter”.
“En los primeros tiempos del C.U.E.C., dábamos las clases en distintas dependencias universitarias, pues no se contaba con local propio. Entre los alumnos de las primeras generaciones del Centro estaban Jorge Fons, Esther Morales, José Rovirosa, Raúl Kamffer, Alberto Bojórquez, Jaime Humberto Hermosillo, Marcela Fernández Violante, Alfredo Joskowicz, Fernando Gou, Maximiliano Vega Tato y Rubén Broido”.
Además, en 1960 González Casanova logró fundar la Filmoteca de la UNAM., cuyo acervo se comenzó a formar con la donación de las cintas «Raíces» y «Torero»; la Filmoteca es el primer archivo fílmico del país que pudo rescatar importantes películas mexicanas en riesgo de perderse.
Otra institución que ayudó al surgimiento de un nuevo tipo de cine fue el Instituto Nacional de Bellas Artes (I.N.B.A.), que en 1963 a la par del surgimiento del C.U.E.C. produjo varios cortometrajes sobre personajes y obras de la cultura para proyectarse en televisión. En ese mismo año uno de los fundadores del grupo Nuevo Cine, Emilio García Riera publicó “El Cine Mexicano”, primer acercamiento crítico a la cinematografía nacional.
El clima cultural creado por Nuevo Cine, la creación del C.U.E.C. y las actividades de la UNAM. y el I.N.B.A., aunados a la Reseña de Festivales Cinematográficos que se celebraba en el Distrito Federal y Acapulco desde 1958 fueron factores que influyeron en un considerable sector de la clase media alta mexicana, y aun en los medios oficiales. La escuela universitaria de cine inició en 1963 la producción de películas de sus alumnos y maestros; los primeros títulos surgidos ahí fueron «A la salida del sol», del profesor italiano Giancarlo Zagni, «La primavera de la mariposa», de Juan Guerrero, «Pulquería “La Rosita”», de Esther Morales, «Cerámica», de José Rovirosa y «Lapso», de Leobardo López Aretche.
Por su parte, el movimiento de jóvenes universitarios interesados en el estudio del cine terminó en dos hechos trascendentes en la historia de la cinematografía nacional. Ante los reclamos de los jóvenes y tras la crisis que se vivía, las autoridades universitarias crearon un Departamento de Cine, dependiente de la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM. (Universidad Nacional Autónoma de México).
El encargado del mencionado departamento fue Manuel González Casanova, quien comenzó a organizar cursos de historia y técnica del cine que serían la base para la fundación en 1963 del C.U.E.C. (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos), de donde surgirían futuros cineastas de gran prestigio como Jorge Fons, Jaime Humberto Hermosillo, Alberto Bojórquez, Marcela Fernández Violante y Alfredo Joskowicz, entre otros.
Así resume Emilio García Riera en su libro “Historia documental del cine mexicano. Tomo 11. 1961-1963. México. 1994. CONACULTA – U. de G. - IMCINE” los orígenes y el surgimiento del C.U.E.C. (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos):
“Los pasos previos dados por la UNAM a favor de la cultura cinematográfica serían contados en un folleto editado en 1971 por el propio C.U.E.C.: La Universidad Nacional Autónoma de México ha participado en una u otra forma en todos los intentos de desarrollar la cultura cinematográfica en el país, desde la fundación del primer cine – club en 1931, hasta la fecha. Dentro de la Universidad el movimiento cinematográfico se inició en 1954 cuando un grupo de estudiantes de la Escuela nacional de Arquitectura y de la Escuela Nacional de Economía organizaron el primer cine – club universitario. Luego de la formación de otros cine – clubes y de la Federación Mexicana de Cine Clubes, en 1957 se funda la Asociación Universitaria de Cine Clubes. Como algunos de estos grupos estudiantiles perseguían fines mercantiles en su organización, las autoridades universitarias, por medio de la Dirección General de Difusión Cultural, crearon en 1959 el Departamento de Actividades Cinematográficas de la Universidad, designándose Jefe de la Sección a Manuel González Casanova. El Departamento de Actividades Cinematográficas realiza a partir de esa fecha una serie de actividades, entre las que se cuentan la fundación del Cine Club de la Universidad (1959), el Cine Debate Popular (1961) y la coordinación de cine – clubes estudiantiles, Cine Club Infantil y Cine Club de Directores de Escuelas y Facultades; la fundación de la Cinemateca de la UNAM (1960), la realización de folletos cinematográficos (1961), la colección “Cuadernos de Cine” (1962), hoy con 20 títulos, la colección “Anuarios Cinematográficos (1962), la colección 2Textos de Cine” (1965), programas en Radio Universidad, producción de filmes, etcétera”.
“El Departamento de Actividades Cinematográficas dedicó especial importancia a la enseñanza de cine desde su iniciación. En esa época hacía ya algún tiempo que en la Escuela Nacional Preparatoria se venía impartiendo la clase de Cine Club dentro del programa de materias estéticas. En 1960 se organiza el primer intento de enseñanza sistemática del cine en la Universidad: se trata de las “50 lecciones de cine”, en las que se analizan los procesos que llevan a la realización de una película, vistos en cada una de sus partes especialistas en la materia, impartiéndose además como complemento, un curso sobre la Historia del Cine. En 1962 se intentó una nueva modalidad para la enseñanza del cine: las “Lecciones de Análisis Cinematográficos”, en las que se exhibía una película y después era analizada en una o varias sesiones por uno de sus realizadores, director o guionista.
Todos estos intentos fructificaron con la creación del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, fundado por Manuel González Casanova en 1963, formando parte en un principio del Departamento de Actividades Cinematográficas de la Dirección General de Difusión Cultural de la Universidad, pero teniendo a partir de 1971 independencia administrativa y calidad de Centro de Extensión Universitaria”.
“El anuario 1963 del Departamento (o Sección) de Actividades Cinematográficas anunció asó la creación del C.U.E.C.: El Centro Universitario de Estudios Cinematográficos es el primer intento serio en México por sentar las bases de una verdadera Escuela de Cine. A partir del mes de junio de 1963 se iniciaron los cursos intensivos a fin de cubrir un año de trabajo: Corrientes Estéticas del Cine, El Guión, Técnica de Laboratorio, Montaje y Fotografía, dictados respectivamente por Emilio García Riera, José Revueltas, Federico Cervantes, Gloria Schoemann y Walter Reuter. La enseñanza se complementó con algunos cursos monográficos, conferencias, seminarios y prácticas a cargo de Budd Boetticher, Nancy Cárdenas, Alejandro Galindo, Manuel González Casanova, Eduardo Lizalde y Giancarlo Zagni. En el programa especial de prácticas destacó la participación de los alumnos del Centro en la filmación de la película para televisión «A la salida», dirigida por Giancarlo Zagni. En 1964 se iniciará el segundo año de su existencia y a los cursos anteriores se agregarían: Fotografía (Sergio Véjar), Dirección (Giancarlo Zagni), Teoría del Montaje (Manuel Michel), Técnica de Laboratorio, segundo curso (Federico Cervantes), y Análisis Cinematográfico (Salvador Elizondo). Agustín Jiménez tendrá a su cargo el curso de Fotografía en primer año. Sustituye a Walter Reuter”.
“En los primeros tiempos del C.U.E.C., dábamos las clases en distintas dependencias universitarias, pues no se contaba con local propio. Entre los alumnos de las primeras generaciones del Centro estaban Jorge Fons, Esther Morales, José Rovirosa, Raúl Kamffer, Alberto Bojórquez, Jaime Humberto Hermosillo, Marcela Fernández Violante, Alfredo Joskowicz, Fernando Gou, Maximiliano Vega Tato y Rubén Broido”.
Además, en 1960 González Casanova logró fundar la Filmoteca de la UNAM., cuyo acervo se comenzó a formar con la donación de las cintas «Raíces» y «Torero»; la Filmoteca es el primer archivo fílmico del país que pudo rescatar importantes películas mexicanas en riesgo de perderse.
Otra institución que ayudó al surgimiento de un nuevo tipo de cine fue el Instituto Nacional de Bellas Artes (I.N.B.A.), que en 1963 a la par del surgimiento del C.U.E.C. produjo varios cortometrajes sobre personajes y obras de la cultura para proyectarse en televisión. En ese mismo año uno de los fundadores del grupo Nuevo Cine, Emilio García Riera publicó “El Cine Mexicano”, primer acercamiento crítico a la cinematografía nacional.
El clima cultural creado por Nuevo Cine, la creación del C.U.E.C. y las actividades de la UNAM. y el I.N.B.A., aunados a la Reseña de Festivales Cinematográficos que se celebraba en el Distrito Federal y Acapulco desde 1958 fueron factores que influyeron en un considerable sector de la clase media alta mexicana, y aun en los medios oficiales. La escuela universitaria de cine inició en 1963 la producción de películas de sus alumnos y maestros; los primeros títulos surgidos ahí fueron «A la salida del sol», del profesor italiano Giancarlo Zagni, «La primavera de la mariposa», de Juan Guerrero, «Pulquería “La Rosita”», de Esther Morales, «Cerámica», de José Rovirosa y «Lapso», de Leobardo López Aretche.
Primer Concurso de Cine Experimental de Largometraje: un intento prometedor.
Al iniciarse el sexenio del licenciado Gustavo Díaz Ordaz en 1964, el nuevo director de cinematografía, Mario Moya Palencia, se mostró más sensible que sus antecesores (Jorge Ferretis y Carmen Báez) a las presiones renovadoras del cine mexicano; un hecho que comprueba lo anterior es la publicación a finales de año de algo insólito: la Sección de Técnicos y Manuales del S.T.P.C. organizaba el Primer Concurso de Cine Experimental de Largometraje.
En un corto tiempo se recibieron más de 30 inscripciones, un número superior al esperado; al concluir el plazo fijado para el concurso fueron entregadas doce cintas en el siguiente orden: «El día comenzó ayer», de Icaro Cisneros, «La tierna infancia», de Felipe Palomino, «Amelia», de Juan Guerrero, «El viento distante», de Salomón Laiter, Manuel Michel y Sergio Vejar, «En este pueblo no hay ladrones», de Alberto Isaac, «Mis manos», de Julio Cahero, «Llanto por Juan Indio», de Rogelio González Garza, «El juicio de Arcadio», de Carlos Enrique Taboada, «Una próxima luna», de Carlos Nakatani, «La fórmula secreta», de Rubén Gámez, y «Amor, amor, amor», de José Luis Ibáñez, Miguel Barbachano Ponce, Héctor Mendoza, Juan José Gurrola y Juan Ibáñez.
El primer premio fue para la cinta «La fórmula secreta», de Rubén Gámez, una especie de ensayo muy original y lleno de inventiva con textos escritos por Juan Rulfo. Con una espléndida fotografía, en esta cinta se ilustraba de forma un tanto surrealista el drama del pueblo humilde mexicano enfrentado a la enajenación extranjera. En su línea argumental, la pérdida de la identidad del pueblo mexicano es vista desde una óptica muy personal, es una película que, en resumen, registra la desolación de la civilización contemporánea.
El segundo premio fue para «En este pueblo no hay ladrones», dirigida por Alberto Isaac, basada en un cuento de Gabriel García Márquez. En esta cinta se retrata la inmovilidad y el tedio de un típico pueblo de provincia donde nunca sucede nada, solamente transcurre la vida, sin mayores preocupaciones. Esta película contó con la colaboración en roles secundarios de grandes figuras y personajes de la cultura como el propio García Márquez, José Luis Cuevas, Luis Buñuel (como el señor cura del pueblo), Leonora Carrington, Abel Quezada, Juan Rulfo y Carlos Monsiváis, entre otros.
La cinta ganadora del tercer lugar «Amor, amor, amor» estuvo compuesta por cinco cortos y mediometrajes: «Tajimara», de Juan José Gurrola, «Un alma pura», de Juan Ibáñez, «La Sunamita», de Héctor Mendoza, «Las dos Helenas», de José Luis Ibáñez y «Lola de mi vida», de Miguel Barbachano Ponce.
El cuarto sitio fue ocupado por «Viento distante», cinta basada en dos cuentos de José Emilio Pacheco y uno de Sergio Magaña referidos a la infancia; dirigieron las dos primeras partes Salomón Laiter y Manuel Michel respectivamente, y Sergio Vejar la inspirada en Magaña.
Este primer intento tuvo una virtud, demostró con sus mejores resultados que el buen gusto, la cultura y la inteligencia podían suplir ampliamente el largo y penoso aprendizaje técnico que se tomaba como pretexto de requisito sindical para la realización de cine. Además algunas cintas del concurso reflejaron de forma acertada un nuevo clima cultural mexicano con la participación en varias películas de personajes significativos de la cultura como escritores, argumentistas, directores, etc.
“Sólo en los primeros años del cine sonoro se había visto una llegada masiva de una generación cultural: Gurrola, Ibáñez y Mendoza surgían del teatro universitario; Michel, de la crítica de cine. Los unificaba una cinefilia equilibrada entre el recuerdo de la época de oro y la admiración de las nuevas escuelas europeas. Se orientaron más bien a la adaptación de textos literarios de sus contemporáneos; Gámez contó con la colaboración de Juan Rulfo y de Jaime Sabines, mientras que las otras películas se basaron en obras de Inés Arredondo, Juan García Ponce, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Gabriel García Márquez, autores a su vez marcados por su afición al cine. Incluso las cintas perdedoras tuvieron estreno comercial, pero sólo unos cuantos directores ingresaron a la industria (Vejar era el único veterano) y muy pocos pudieron dar continuidad a su carrera: Alberto Isaac y Carlos Enrique Taboada, que compitió con «El juicio de Arcadio Hidalgo» y se especializó en películas de suspenso psicológico” (García, Gustavo; Coria; José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 13).
A mediados de 1965 fue dada a conocer la convocatoria del Primer Concurso Nacional de Argumentos y Guiones Cinematográficos, promovido por el Banco Nacional Cinematográfico, la Dirección General de Cinematografía de la Secretaría de Gobernación y la Asociación de Productores de Películas Mexicanas.
La participación popular y espontánea para profesionales del cine y aficionados no estaba condicionada por ninguna limitación temática o literaria. Se recibieron 229 argumentos y guiones originales.
En septiembre de 1966 un jurado calificador formado por delegados de las tres instituciones promotoras hizo pública su breve lista de triunfadores: primer lugar «Los Caifánes», de Carlos Fuentes y Juan Ibáñez; segundo lugar «Ciudad y mundo», de Mario Martini y Salvador Peniche; y tercer lugar «Pueblo fantasma», de Juan Tovar, Ricardo Vinós y Parménides García Saldaña.
Además, el mismo jurado recomendó la filmación de once argumentos más: «Mariana», de Inés Arredondo y Juan Guerrero; «La fiesta del mulato», de Luis Moreno Nava; «La verdad», de Carlos Lozano y Luciana de Cabarga; «Rodolfo, Fito y Fitito», de Carlos H. Cantú y Cantú; «El sol secreto», de Manuel Michel; «El calacas», de María Teresa Díaz Gutiérrez y Juan Ibáñez; «Más lejos», de Nancy Cárdenas y Beatriz Bueno; «A orillas del Papaloapan», de Ángel y Luis Moya Sarmiento; «El negro Mauro», de Gabriel Fernández Ledesma; «El ruido», de José Agustín, y «La senda», de ANNDK (seudónimo).
En 1966 la producción universitaria continuó con «Panteón (Número 45)» y «El jinete del cubo», de Leobardo López Aretche; en 1967 se añadieron «Azul», de Marcela Fernández Violante, «Catarsis» y «S.O.S.», de Leobardo López, «Tamayo», de Manuel González Casanova, «Escuela Nacional de Odontología», de Alberto Bojórquez, «El médico veterinario», de José Rovirosa y «Preparatoria, 100 años», de Raúl Kamffer. El cine universitario se constituyó así en el único espacio viable para la formación de cineastas.
En 1967 se realizó el Segundo Concurso de Cine Experimental del S.T.P.C., pero ahora era abiertamente contrario al tipo de películas ganadoras del anterior. Con cambios en el jurado y otras medidas desalentadoras para los concursantes ligados a la cultura que habían participado en el primero, se buscó premiar una película que tuviera las mismas características que las industriales.
Se presentaron solamente siete películas y efectivamente la mayoría de ellas se amparaba en modelos de aquel cine. Así, entre el comercialismo con base en estereotipos sentimentales de «Cuando se vuelve a Dios», de Carlos Falomir y «El mes más cruel», de Carlos Lozano Dana; la trascendencia forzada de «La excursión», de Carlos Nakatani, la fuerza poco original de «La otra ciudad», de Sergio Vejar; el folklore político disfrazado de ortodoxia y denuncia de «El periodista Turner», de Oscar Menéndez, así como una fallida adaptación de un
cuento de Julio Cortázar en «El ídolo de los orígenes», de Enrique Carreón, apenas se destacó el primer premio que no se otorgó por declararse desierto. La cinta fue «Juego de mentiras», de Archibaldo Burns, basada en una obra de Elena Garro sobre la relación enfermiza de dos mujeres, una patrona y su antigua sirviente indígena, ex-presidiaria por el asesinato del esposo de su patrona.
“El paso a la dirección de películas en la industria se dio a cuentagotas, pero en la segunda mitad de los sesenta se advertía ya con claridad la presencia de la nueva generación: del Primer Concurso de Cine Experimental, Alberto Isaac pasó a filmar en 1967 una ambiciosa adaptación de la novela de Emilio Carballido, «Las visitaciones del diablo». Manuel Michel dirigió en 1968 «Patsy mi amor», con argumento de Gabriel García Márquez. Arturo Ripstein, hijo del veterano productor Alfredo Ripstein, debutó en 1965, apoyado por su padre y contando con otro guión de García Márquez, con «Tiempo de morir». El chileno Alejandro Jodorowsky pasó de la experimentación teatral al cine con «Fando y Lis». En 1969, el cómico y bailarín Alfonso Arau dirigió «El águila descalza», cargada de homenajes al cine y la historieta, como mandaban los cánones del arte pop. Junto a los directores destacó un productor, Fernando Pérez Gavilán («Los Caifánes», «Patsy mi amor»). La presencia del grupo despertaba tantas esperanzas en el público joven como recelo en una industria y un gobierno que cuidaban sus intereses como patrimonio particular.
La censura de la Secretaría de Gobernación cedía a regañadientes y se endurecía, admitiendo leves signos de actualización en los diálogos y en los desnudos femeninos, pero nunca en los temas, que debían tener puesto un pie en el melodrama aleccionador y ninguno en una realidad conflictiva” (García, Gustavo; Coria; José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p.p. 14-15).
Los únicos autores serios que surgieron en este periodo fueron Arturo Ripstein, Luis Alcoriza y Alberto Isaac, y fue una lástima que Jomi García Ascot y Juan José Gurrola se retiraran; Juan Guerrero, primer realizador del C.U.E.C. pasó a la producción industrial y realizó tres largometrajes antes de fallecer. Así las cosas, el panorama en la industria cinematográfica nacional no era muy alentador.
Al iniciarse el sexenio del licenciado Gustavo Díaz Ordaz en 1964, el nuevo director de cinematografía, Mario Moya Palencia, se mostró más sensible que sus antecesores (Jorge Ferretis y Carmen Báez) a las presiones renovadoras del cine mexicano; un hecho que comprueba lo anterior es la publicación a finales de año de algo insólito: la Sección de Técnicos y Manuales del S.T.P.C. organizaba el Primer Concurso de Cine Experimental de Largometraje.
En un corto tiempo se recibieron más de 30 inscripciones, un número superior al esperado; al concluir el plazo fijado para el concurso fueron entregadas doce cintas en el siguiente orden: «El día comenzó ayer», de Icaro Cisneros, «La tierna infancia», de Felipe Palomino, «Amelia», de Juan Guerrero, «El viento distante», de Salomón Laiter, Manuel Michel y Sergio Vejar, «En este pueblo no hay ladrones», de Alberto Isaac, «Mis manos», de Julio Cahero, «Llanto por Juan Indio», de Rogelio González Garza, «El juicio de Arcadio», de Carlos Enrique Taboada, «Una próxima luna», de Carlos Nakatani, «La fórmula secreta», de Rubén Gámez, y «Amor, amor, amor», de José Luis Ibáñez, Miguel Barbachano Ponce, Héctor Mendoza, Juan José Gurrola y Juan Ibáñez.
El primer premio fue para la cinta «La fórmula secreta», de Rubén Gámez, una especie de ensayo muy original y lleno de inventiva con textos escritos por Juan Rulfo. Con una espléndida fotografía, en esta cinta se ilustraba de forma un tanto surrealista el drama del pueblo humilde mexicano enfrentado a la enajenación extranjera. En su línea argumental, la pérdida de la identidad del pueblo mexicano es vista desde una óptica muy personal, es una película que, en resumen, registra la desolación de la civilización contemporánea.
El segundo premio fue para «En este pueblo no hay ladrones», dirigida por Alberto Isaac, basada en un cuento de Gabriel García Márquez. En esta cinta se retrata la inmovilidad y el tedio de un típico pueblo de provincia donde nunca sucede nada, solamente transcurre la vida, sin mayores preocupaciones. Esta película contó con la colaboración en roles secundarios de grandes figuras y personajes de la cultura como el propio García Márquez, José Luis Cuevas, Luis Buñuel (como el señor cura del pueblo), Leonora Carrington, Abel Quezada, Juan Rulfo y Carlos Monsiváis, entre otros.
La cinta ganadora del tercer lugar «Amor, amor, amor» estuvo compuesta por cinco cortos y mediometrajes: «Tajimara», de Juan José Gurrola, «Un alma pura», de Juan Ibáñez, «La Sunamita», de Héctor Mendoza, «Las dos Helenas», de José Luis Ibáñez y «Lola de mi vida», de Miguel Barbachano Ponce.
El cuarto sitio fue ocupado por «Viento distante», cinta basada en dos cuentos de José Emilio Pacheco y uno de Sergio Magaña referidos a la infancia; dirigieron las dos primeras partes Salomón Laiter y Manuel Michel respectivamente, y Sergio Vejar la inspirada en Magaña.
Este primer intento tuvo una virtud, demostró con sus mejores resultados que el buen gusto, la cultura y la inteligencia podían suplir ampliamente el largo y penoso aprendizaje técnico que se tomaba como pretexto de requisito sindical para la realización de cine. Además algunas cintas del concurso reflejaron de forma acertada un nuevo clima cultural mexicano con la participación en varias películas de personajes significativos de la cultura como escritores, argumentistas, directores, etc.
“Sólo en los primeros años del cine sonoro se había visto una llegada masiva de una generación cultural: Gurrola, Ibáñez y Mendoza surgían del teatro universitario; Michel, de la crítica de cine. Los unificaba una cinefilia equilibrada entre el recuerdo de la época de oro y la admiración de las nuevas escuelas europeas. Se orientaron más bien a la adaptación de textos literarios de sus contemporáneos; Gámez contó con la colaboración de Juan Rulfo y de Jaime Sabines, mientras que las otras películas se basaron en obras de Inés Arredondo, Juan García Ponce, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Gabriel García Márquez, autores a su vez marcados por su afición al cine. Incluso las cintas perdedoras tuvieron estreno comercial, pero sólo unos cuantos directores ingresaron a la industria (Vejar era el único veterano) y muy pocos pudieron dar continuidad a su carrera: Alberto Isaac y Carlos Enrique Taboada, que compitió con «El juicio de Arcadio Hidalgo» y se especializó en películas de suspenso psicológico” (García, Gustavo; Coria; José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 13).
A mediados de 1965 fue dada a conocer la convocatoria del Primer Concurso Nacional de Argumentos y Guiones Cinematográficos, promovido por el Banco Nacional Cinematográfico, la Dirección General de Cinematografía de la Secretaría de Gobernación y la Asociación de Productores de Películas Mexicanas.
La participación popular y espontánea para profesionales del cine y aficionados no estaba condicionada por ninguna limitación temática o literaria. Se recibieron 229 argumentos y guiones originales.
En septiembre de 1966 un jurado calificador formado por delegados de las tres instituciones promotoras hizo pública su breve lista de triunfadores: primer lugar «Los Caifánes», de Carlos Fuentes y Juan Ibáñez; segundo lugar «Ciudad y mundo», de Mario Martini y Salvador Peniche; y tercer lugar «Pueblo fantasma», de Juan Tovar, Ricardo Vinós y Parménides García Saldaña.
Además, el mismo jurado recomendó la filmación de once argumentos más: «Mariana», de Inés Arredondo y Juan Guerrero; «La fiesta del mulato», de Luis Moreno Nava; «La verdad», de Carlos Lozano y Luciana de Cabarga; «Rodolfo, Fito y Fitito», de Carlos H. Cantú y Cantú; «El sol secreto», de Manuel Michel; «El calacas», de María Teresa Díaz Gutiérrez y Juan Ibáñez; «Más lejos», de Nancy Cárdenas y Beatriz Bueno; «A orillas del Papaloapan», de Ángel y Luis Moya Sarmiento; «El negro Mauro», de Gabriel Fernández Ledesma; «El ruido», de José Agustín, y «La senda», de ANNDK (seudónimo).
En 1966 la producción universitaria continuó con «Panteón (Número 45)» y «El jinete del cubo», de Leobardo López Aretche; en 1967 se añadieron «Azul», de Marcela Fernández Violante, «Catarsis» y «S.O.S.», de Leobardo López, «Tamayo», de Manuel González Casanova, «Escuela Nacional de Odontología», de Alberto Bojórquez, «El médico veterinario», de José Rovirosa y «Preparatoria, 100 años», de Raúl Kamffer. El cine universitario se constituyó así en el único espacio viable para la formación de cineastas.
En 1967 se realizó el Segundo Concurso de Cine Experimental del S.T.P.C., pero ahora era abiertamente contrario al tipo de películas ganadoras del anterior. Con cambios en el jurado y otras medidas desalentadoras para los concursantes ligados a la cultura que habían participado en el primero, se buscó premiar una película que tuviera las mismas características que las industriales.
Se presentaron solamente siete películas y efectivamente la mayoría de ellas se amparaba en modelos de aquel cine. Así, entre el comercialismo con base en estereotipos sentimentales de «Cuando se vuelve a Dios», de Carlos Falomir y «El mes más cruel», de Carlos Lozano Dana; la trascendencia forzada de «La excursión», de Carlos Nakatani, la fuerza poco original de «La otra ciudad», de Sergio Vejar; el folklore político disfrazado de ortodoxia y denuncia de «El periodista Turner», de Oscar Menéndez, así como una fallida adaptación de un
cuento de Julio Cortázar en «El ídolo de los orígenes», de Enrique Carreón, apenas se destacó el primer premio que no se otorgó por declararse desierto. La cinta fue «Juego de mentiras», de Archibaldo Burns, basada en una obra de Elena Garro sobre la relación enfermiza de dos mujeres, una patrona y su antigua sirviente indígena, ex-presidiaria por el asesinato del esposo de su patrona.
“El paso a la dirección de películas en la industria se dio a cuentagotas, pero en la segunda mitad de los sesenta se advertía ya con claridad la presencia de la nueva generación: del Primer Concurso de Cine Experimental, Alberto Isaac pasó a filmar en 1967 una ambiciosa adaptación de la novela de Emilio Carballido, «Las visitaciones del diablo». Manuel Michel dirigió en 1968 «Patsy mi amor», con argumento de Gabriel García Márquez. Arturo Ripstein, hijo del veterano productor Alfredo Ripstein, debutó en 1965, apoyado por su padre y contando con otro guión de García Márquez, con «Tiempo de morir». El chileno Alejandro Jodorowsky pasó de la experimentación teatral al cine con «Fando y Lis». En 1969, el cómico y bailarín Alfonso Arau dirigió «El águila descalza», cargada de homenajes al cine y la historieta, como mandaban los cánones del arte pop. Junto a los directores destacó un productor, Fernando Pérez Gavilán («Los Caifánes», «Patsy mi amor»). La presencia del grupo despertaba tantas esperanzas en el público joven como recelo en una industria y un gobierno que cuidaban sus intereses como patrimonio particular.
La censura de la Secretaría de Gobernación cedía a regañadientes y se endurecía, admitiendo leves signos de actualización en los diálogos y en los desnudos femeninos, pero nunca en los temas, que debían tener puesto un pie en el melodrama aleccionador y ninguno en una realidad conflictiva” (García, Gustavo; Coria; José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p.p. 14-15).
Los únicos autores serios que surgieron en este periodo fueron Arturo Ripstein, Luis Alcoriza y Alberto Isaac, y fue una lástima que Jomi García Ascot y Juan José Gurrola se retiraran; Juan Guerrero, primer realizador del C.U.E.C. pasó a la producción industrial y realizó tres largometrajes antes de fallecer. Así las cosas, el panorama en la industria cinematográfica nacional no era muy alentador.
1968: cuando México presentaba dos realidades.
«Olimpiada en México» o la versión del Estado, «El grito», o la versión estudiantil.
Nuestra cinematografía llegaba al fin de una década rodeado por un ambiente sumamente politizado y cambiante; ya sea con el erotismo y lucidez cultural de la “Nueva Ola Francesa”, el humor desenfadado y fresco realismo del “Free Cinema” británico o el popularismo del “Cinema Nuovo” brasileño, por todos lados se respira ese aire de cambio visual y narrativo. En nuestro país, aunque aún se vivía bajo el terror de la “prohibición” decretado por el “enlatamiento” de «La sombra del caudillo» y «La rosa blanca», también comenzaban a llegar esos vientos que cambiarían el panorama nacional.
El año de 1968 fue clave en la historia contemporánea de México.
En Cuba la revolución había triunfado, en Vietnam se luchaba en contra de la intervención norteamericana, el mundo era testigo de la “beatlemanía”, así como de una nueva sensibilidad juvenil que se venía apreciando desde varios años antes y que partía del rechazo a los modelos de vida tradicionales.
Sucesos como los antes mencionados habían hecho volver los ojos de Europa hacia los países del llamado “tercer mundo”, donde los jóvenes hacían suyas las demandas de los pueblos americanos por la democracia y la libertad y pedían a sus propios gobiernos un nuevo orden “más democrático y menos imperialista”.
“Tanto los Juegos Olímpicos celebrados en el México de 1968 como el movimiento estudiantil del mismo año, que dejaría honda huella en el país, tuvieron de inmediato reflejo cinematográfico: los primeros, sobre todo, en la cinta «Olimpiada en México» de Alberto Isaac; el segundo, sobre todo en «El Grito», documental independiente de producción universitaria dirigido por el debutante Leobardo López Aretche. El mero hecho de que se quisiera ver en el contraste de dos películas de muy diferente carácter una supuesta oposición de principio entre el cine “oficial” (la estimable y costosa obra de Isaac) y el “revolucionario” («El Grito», cinta de realización muy precaria) anunció el peso muchas veces equívoco y simplificador que lo ideológico cobraría en la marcha del cine mexicano de los siguientes años. Pero resultarían otras oposiciones más verdaderas las que definirían esa marcha. Se ha dicho con razón que México ya no sería el mismo después del exaltante movimiento estudiantil y de su sangrienta represión (la matanza de Tlatelolco del dos de octubre) por el gobierno del Presidente Gustavo Díaz Ordaz; tampoco el cine mexicano sería nunca más el mismo, pese a que una mayoría de películas de producción privada aspira a lo contrario. En definitiva, el movimiento estudiantil no alentó tanto el espíritu revolucionario como las exigencias sociales de democracia y libertad. Así, a los ojos de muchos espectadores antes desinteresados del todo por el cine mexicano, pasó a ser evidente otro contraste, ese sí legítimo y fundamentado: el advertible entre las películas acogidas a rutinas comerciales cada vez más degradadas y las hechas con espíritu libre y renovador. Serían las segundas, obras del llamado cine de autor, las que ganarían un nuevo público formado en su mayoría por jóvenes de clase media ilustrada”. (García Riera, Emilio; Historia documental del cine mexicano. Tomo 14. 1968-1969. México. 1994. CONACULTA – U. de G. – IMCINE; p. 7)
“Esta histórica sacudida, de alcances globales, se produjo simultáneamente en Francia, Estados Unidos, Alemania, Checoslovaquia, China, Suecia y otros países, entre ellos México, pero fue aquí donde adquiriría caracteres trágicos debido a la bárbara represión criminal que culminó con la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre (que no se olvida). Con los cadáveres de las víctimas, esa fecha enterró el mito de la “pax institucional” que el partido en el poder solía ponderar como su máxima conquista. Dos de octubre era para el agotado sistema, ahora lo sabemos, el primer síntoma de las muchas crisis que le deparaba el futuro. Por su parte la industria fílmica establecida (y bien fincada en su estancamiento tanto creativo como ideológico) se puso una venda en los ojos y no quiso ver nada de lo que ocurría en su derredor. Para sus miembros no existieron ni Tlatelolco ni el 2 de octubre. Se habían acostumbrado a mostrarse insensibles ante la realidad. Sin embargo, más tarde se ha sabido que algunos de los directores y camarógrafos entonces en activo sí participaron en los hechos, pero no del lado de los jóvenes contestatarios, sino como colaboradores a sueldo del gobierno represor. ¿Y el cine mexicano qué?, se pregunta el investigador José Antonio Valdés Peña y el mismo se contesta: “En 1968, la producción privada seguía enclaustrada en sus fórmulas caducas pero exitosas, de imaginarios y castos jóvenes, charritos y comedias simplonas”.
“Así fue y, como no había de otra, les tocó a los jóvenes el ser sus propios cineastas. Una película, «El grito (1968-69)», realizada en labor colectiva por los alumnos del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (C.U.E.C.) y por otros jóvenes cinematografistas militantes (entre ellos, Alfredo Joskowicz, Paul Leduc, Federico Weingartshofer y Rafael Castanedo), quedaría como un emocionado testimonio de aquellas jornadas singulares. Lo dirigiría Leobardo López Aretche, joven cineasta anarquista que se “suicidaría” dos años después”.
“«El grito» se tornó un objeto simbólico. Así lo vieron los estudiantes. Sin embargo, es de justicia recordar que, simultáneamente, Óscar Menéndez logró armar otro valioso documental, «Dos de Octubre, aquí México», que dio a conocer en 1969.” (Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 111 – 112)
Los reclamos no obtuvieron respuesta de los gobiernos y desembocaron en levantamientos en casi todo el mundo, siendo los más notables el del mes de mayo en Francia y el del 2 de octubre en México, si no por su importancia en el planteamiento de un nuevo orden, sí por su brutal y trágico desenlace.
Durante la presidencia del licenciado Gustavo Díaz Ordaz se ofrecieron al mundo dos imágenes radicalmente opuestas de la realidad mexicana: la celebración de los XIX Juegos Olímpicos y la matanza de Tlatelolco. Es curioso que los reflejos cinematográficos de ambos sucesos corrieran a cargo de elementos representativos, en sentidos diferentes, de las corrientes renovadoras del cine nacional.
Alberto Isaac fue el encargado de dirigir al frente de un gran equipo «Olimpiada en México», la película oficial de los juegos. El resultado fue un decoroso espectáculo deportivo en colores de cuatro horas de duración. Con esto el gobierno pretendía borrar de la memoria las violentas represiones que surgieron por una simple protesta juvenil en donde una exagerada y brutal acción policial y posteriormente militar, provocó un movimiento político de grandes alcances y la ruptura entre el gobierno y sectores importantes de la población, como los estudiantes y los intelectuales.
“En 1968 el sistema de Revolución Institucionalizada llega a la crisis, una de las más graves en nuestra historia. Por una serie de circunstancias son los estudiantes los que toman la vanguardia de un movimiento que demanda por lo menos el intento de una verdadera democracia. Es un movimiento de renovación nacional que trata de debatir hasta el fondo todos los problemas que afectan a la sociedad mexicana de los 60” (Somos; D.B. de Laviada, Laura; Revista quincenal; Editorial Eres S.A. de C.V.; Edición especial, Año 5 Nº 100; Julio 1994; p. 61).
“El movimiento materializa las inquietudes sociales de todo un pueblo, se convierte en movimiento de masas y pone en tela de juicio toda una serie de falsos mitos y valores nacionales, alcanza etapas de politización y concientización colectivas nunca antes vistas, y es masacrado el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Todo quedó plasmado en «El grito», filmada prácticamente por casi todos los que en 1968 eran alumnos del C.U.E.C., y editada más tarde por Leobardo López Aretche. Vemos fundamentalmente dos imágenes: por un lado el rostro joven, hermoso, limpio, diferente de México, representado por sus estudiantes, sus maestros, sus obreros y campesinos, participando en el movimiento del 68 en todas sus organizaciones y actos; ya sea formando parte del Consejo Nacional de Huelga, o mostrándose festivamente, como en la manifestación del silencio; y vemos por el otro, el rostro de la represión. Es un documental histórico fílmico invaluable, un tesoro en la historia de México” (Somos; D.B. de Laviada, Laura; Revista quincenal; Editorial Eres S.A. de C.V.; Edición especial, Año 5 Nº 100; Julio 1994; p. 61).
Esta cinta nunca pudo tener exhibición comercial, como era de esperar, pero fue vista en exhibiciones privadas multitudinarias por un público juvenil que la convirtió en bandera de sus luchas.
“De la experiencia universitaria nació todo un cine militante, de ficción y documental, en 16 m.m. o incluso en el precario formato casero del súper 8. Desde 1970 la UNAM y la ANDA (asociación Nacional de Actores) patrocinarían varios concursos de cine independiente en 8 y súper 8 m.m., donde probarían sus primeras armas Alfredo Gurrola, Gabriel Retes, Sergio García, Paco Ignacio Taibo II y Diego López. También se formarían grupos de filmación, como la Brigada Venceremos y el Taller de Cine Octubre. Entre las dificultades inmensas para producir y exhibir, este tipo de cine buscaba externar desde las inquietudes personales de una generación desconcertada hasta los movimientos de descontento popular.
En el otro extremo, el gobierno echeverrista creó en 1971 el Centro de Producción de Cortometraje, que convocó a varios documentalistas para filmar los encargos oficiales más inocuos; al final del sexenio, sin embargo, coprodujo con la Office du Film de Canadá tres documentales de diferente importancia: «Santa Gertrudis, primera pregunta sobre la felicidad (Giles Groulx)», donde unos ejidatarios replican a la historia de sus caciques; «Jornaleros (Eduardo Maldonado)», sobre las condiciones de vida errante de los campesinos sin tierra, y «Etnocidio, notas sobre el Mezquital (Paul Leduc)», sobre la miseria en el estado de Hidalgo, y que fue la única que logró exhibirse comercialmente” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 27).
«Olimpiada en México» o la versión del Estado, «El grito», o la versión estudiantil.
Nuestra cinematografía llegaba al fin de una década rodeado por un ambiente sumamente politizado y cambiante; ya sea con el erotismo y lucidez cultural de la “Nueva Ola Francesa”, el humor desenfadado y fresco realismo del “Free Cinema” británico o el popularismo del “Cinema Nuovo” brasileño, por todos lados se respira ese aire de cambio visual y narrativo. En nuestro país, aunque aún se vivía bajo el terror de la “prohibición” decretado por el “enlatamiento” de «La sombra del caudillo» y «La rosa blanca», también comenzaban a llegar esos vientos que cambiarían el panorama nacional.
El año de 1968 fue clave en la historia contemporánea de México.
En Cuba la revolución había triunfado, en Vietnam se luchaba en contra de la intervención norteamericana, el mundo era testigo de la “beatlemanía”, así como de una nueva sensibilidad juvenil que se venía apreciando desde varios años antes y que partía del rechazo a los modelos de vida tradicionales.
Sucesos como los antes mencionados habían hecho volver los ojos de Europa hacia los países del llamado “tercer mundo”, donde los jóvenes hacían suyas las demandas de los pueblos americanos por la democracia y la libertad y pedían a sus propios gobiernos un nuevo orden “más democrático y menos imperialista”.
“Tanto los Juegos Olímpicos celebrados en el México de 1968 como el movimiento estudiantil del mismo año, que dejaría honda huella en el país, tuvieron de inmediato reflejo cinematográfico: los primeros, sobre todo, en la cinta «Olimpiada en México» de Alberto Isaac; el segundo, sobre todo en «El Grito», documental independiente de producción universitaria dirigido por el debutante Leobardo López Aretche. El mero hecho de que se quisiera ver en el contraste de dos películas de muy diferente carácter una supuesta oposición de principio entre el cine “oficial” (la estimable y costosa obra de Isaac) y el “revolucionario” («El Grito», cinta de realización muy precaria) anunció el peso muchas veces equívoco y simplificador que lo ideológico cobraría en la marcha del cine mexicano de los siguientes años. Pero resultarían otras oposiciones más verdaderas las que definirían esa marcha. Se ha dicho con razón que México ya no sería el mismo después del exaltante movimiento estudiantil y de su sangrienta represión (la matanza de Tlatelolco del dos de octubre) por el gobierno del Presidente Gustavo Díaz Ordaz; tampoco el cine mexicano sería nunca más el mismo, pese a que una mayoría de películas de producción privada aspira a lo contrario. En definitiva, el movimiento estudiantil no alentó tanto el espíritu revolucionario como las exigencias sociales de democracia y libertad. Así, a los ojos de muchos espectadores antes desinteresados del todo por el cine mexicano, pasó a ser evidente otro contraste, ese sí legítimo y fundamentado: el advertible entre las películas acogidas a rutinas comerciales cada vez más degradadas y las hechas con espíritu libre y renovador. Serían las segundas, obras del llamado cine de autor, las que ganarían un nuevo público formado en su mayoría por jóvenes de clase media ilustrada”. (García Riera, Emilio; Historia documental del cine mexicano. Tomo 14. 1968-1969. México. 1994. CONACULTA – U. de G. – IMCINE; p. 7)
“Esta histórica sacudida, de alcances globales, se produjo simultáneamente en Francia, Estados Unidos, Alemania, Checoslovaquia, China, Suecia y otros países, entre ellos México, pero fue aquí donde adquiriría caracteres trágicos debido a la bárbara represión criminal que culminó con la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre (que no se olvida). Con los cadáveres de las víctimas, esa fecha enterró el mito de la “pax institucional” que el partido en el poder solía ponderar como su máxima conquista. Dos de octubre era para el agotado sistema, ahora lo sabemos, el primer síntoma de las muchas crisis que le deparaba el futuro. Por su parte la industria fílmica establecida (y bien fincada en su estancamiento tanto creativo como ideológico) se puso una venda en los ojos y no quiso ver nada de lo que ocurría en su derredor. Para sus miembros no existieron ni Tlatelolco ni el 2 de octubre. Se habían acostumbrado a mostrarse insensibles ante la realidad. Sin embargo, más tarde se ha sabido que algunos de los directores y camarógrafos entonces en activo sí participaron en los hechos, pero no del lado de los jóvenes contestatarios, sino como colaboradores a sueldo del gobierno represor. ¿Y el cine mexicano qué?, se pregunta el investigador José Antonio Valdés Peña y el mismo se contesta: “En 1968, la producción privada seguía enclaustrada en sus fórmulas caducas pero exitosas, de imaginarios y castos jóvenes, charritos y comedias simplonas”.
“Así fue y, como no había de otra, les tocó a los jóvenes el ser sus propios cineastas. Una película, «El grito (1968-69)», realizada en labor colectiva por los alumnos del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (C.U.E.C.) y por otros jóvenes cinematografistas militantes (entre ellos, Alfredo Joskowicz, Paul Leduc, Federico Weingartshofer y Rafael Castanedo), quedaría como un emocionado testimonio de aquellas jornadas singulares. Lo dirigiría Leobardo López Aretche, joven cineasta anarquista que se “suicidaría” dos años después”.
“«El grito» se tornó un objeto simbólico. Así lo vieron los estudiantes. Sin embargo, es de justicia recordar que, simultáneamente, Óscar Menéndez logró armar otro valioso documental, «Dos de Octubre, aquí México», que dio a conocer en 1969.” (Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 111 – 112)
Los reclamos no obtuvieron respuesta de los gobiernos y desembocaron en levantamientos en casi todo el mundo, siendo los más notables el del mes de mayo en Francia y el del 2 de octubre en México, si no por su importancia en el planteamiento de un nuevo orden, sí por su brutal y trágico desenlace.
Durante la presidencia del licenciado Gustavo Díaz Ordaz se ofrecieron al mundo dos imágenes radicalmente opuestas de la realidad mexicana: la celebración de los XIX Juegos Olímpicos y la matanza de Tlatelolco. Es curioso que los reflejos cinematográficos de ambos sucesos corrieran a cargo de elementos representativos, en sentidos diferentes, de las corrientes renovadoras del cine nacional.
Alberto Isaac fue el encargado de dirigir al frente de un gran equipo «Olimpiada en México», la película oficial de los juegos. El resultado fue un decoroso espectáculo deportivo en colores de cuatro horas de duración. Con esto el gobierno pretendía borrar de la memoria las violentas represiones que surgieron por una simple protesta juvenil en donde una exagerada y brutal acción policial y posteriormente militar, provocó un movimiento político de grandes alcances y la ruptura entre el gobierno y sectores importantes de la población, como los estudiantes y los intelectuales.
“En 1968 el sistema de Revolución Institucionalizada llega a la crisis, una de las más graves en nuestra historia. Por una serie de circunstancias son los estudiantes los que toman la vanguardia de un movimiento que demanda por lo menos el intento de una verdadera democracia. Es un movimiento de renovación nacional que trata de debatir hasta el fondo todos los problemas que afectan a la sociedad mexicana de los 60” (Somos; D.B. de Laviada, Laura; Revista quincenal; Editorial Eres S.A. de C.V.; Edición especial, Año 5 Nº 100; Julio 1994; p. 61).
“El movimiento materializa las inquietudes sociales de todo un pueblo, se convierte en movimiento de masas y pone en tela de juicio toda una serie de falsos mitos y valores nacionales, alcanza etapas de politización y concientización colectivas nunca antes vistas, y es masacrado el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Todo quedó plasmado en «El grito», filmada prácticamente por casi todos los que en 1968 eran alumnos del C.U.E.C., y editada más tarde por Leobardo López Aretche. Vemos fundamentalmente dos imágenes: por un lado el rostro joven, hermoso, limpio, diferente de México, representado por sus estudiantes, sus maestros, sus obreros y campesinos, participando en el movimiento del 68 en todas sus organizaciones y actos; ya sea formando parte del Consejo Nacional de Huelga, o mostrándose festivamente, como en la manifestación del silencio; y vemos por el otro, el rostro de la represión. Es un documental histórico fílmico invaluable, un tesoro en la historia de México” (Somos; D.B. de Laviada, Laura; Revista quincenal; Editorial Eres S.A. de C.V.; Edición especial, Año 5 Nº 100; Julio 1994; p. 61).
Esta cinta nunca pudo tener exhibición comercial, como era de esperar, pero fue vista en exhibiciones privadas multitudinarias por un público juvenil que la convirtió en bandera de sus luchas.
“De la experiencia universitaria nació todo un cine militante, de ficción y documental, en 16 m.m. o incluso en el precario formato casero del súper 8. Desde 1970 la UNAM y la ANDA (asociación Nacional de Actores) patrocinarían varios concursos de cine independiente en 8 y súper 8 m.m., donde probarían sus primeras armas Alfredo Gurrola, Gabriel Retes, Sergio García, Paco Ignacio Taibo II y Diego López. También se formarían grupos de filmación, como la Brigada Venceremos y el Taller de Cine Octubre. Entre las dificultades inmensas para producir y exhibir, este tipo de cine buscaba externar desde las inquietudes personales de una generación desconcertada hasta los movimientos de descontento popular.
En el otro extremo, el gobierno echeverrista creó en 1971 el Centro de Producción de Cortometraje, que convocó a varios documentalistas para filmar los encargos oficiales más inocuos; al final del sexenio, sin embargo, coprodujo con la Office du Film de Canadá tres documentales de diferente importancia: «Santa Gertrudis, primera pregunta sobre la felicidad (Giles Groulx)», donde unos ejidatarios replican a la historia de sus caciques; «Jornaleros (Eduardo Maldonado)», sobre las condiciones de vida errante de los campesinos sin tierra, y «Etnocidio, notas sobre el Mezquital (Paul Leduc)», sobre la miseria en el estado de Hidalgo, y que fue la única que logró exhibirse comercialmente” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 27).
Nace el grupo Cine Independiente y las compañías cinematográficas Marte y Marco Polo.
En 1969 los jóvenes cineastas seguían buscando nuevas formas de expresión y volvieron a dar de que hablar; en este año es formado el grupo Cine Independiente, encabezado por los jóvenes directores Arturo Ripstein y Felipe Cazals, junto con Rafael Castañedo, el escritor Pedro F. Miret y el crítico Tomás Pérez Turrent. Sin entrar en el grupo les fue cercano otro joven realizador, Paul Leduc.
Con el apoyo del grupo, Ripstein filmó «La hora de los niños» y otros cortometrajes posteriores. Todas estas cintas se inscribían en la tendencia del cine de búsquedas expresivas contra la narrativa tradicional. Esto nos indica la fuerza que iba tomando el cine independiente y su amplio registro temático.
En 1968 y 1969 tuvieron lugar otros dos hechos importantes en lo referente a los estudios acerca del cine mexicano: el primero fue la publicación de “La aventura del cine mexicano”, de Jorge Ayala Blanco, el trabajo más serio sobre el cine nacional emprendido hasta entonces; el segundo fue la publicación de la “Historia documental del cine mexicano” de Emilio García Riera, quien fuera integrante del grupo Nuevo Cine.
Esta obra es una extensa agrupación de fichas, sinopsis y comentarios de todas las películas mexicanas sonoras que alcanzaría doce volúmenes en los años siguientes, cubriendo un periodo de producción de 1930 a 1990.
Los antecedentes de estas dos obras eran “Índice bibliográfico del cine mexicano”, de María Isabel de la Fuente, publicado en 1965, y la “Enciclopedia del cine mexicano”, de Ricardo Rangel y Rafael E. Portas, publicado en 1966.
Dos jóvenes productores, Mauricio Wallerstein y Fernando Pérez Gavilán formaron en esta época una nueva compañía, Cinematográfica Marte, iniciando sus trabajos con un éxito de público y de crítica: «Los Caifánes», dirigida en 1966 por Juan Ibáñez. Esta basada en una historia escrita por él mismo y Carlos Fuentes, que ganó el primer premio en el concurso convocado en 1965 por el Banco Nacional Cinematográfico, la Dirección de Cinematografía y los productores privados.
“«Los Caifánes», otra cinta que se salió del cartabón. Los muy decentes jóvenes interpretados por Enrique Álvarez Félix y Julissa, juniors de la burguesía capitalina, dejarán por una noche de ir al tranquilo y elegante restaurante de la Zona rosa, el área de buen gusto cosmopolita en la ciudad de México de los años 60, para extraviarse por el universo de los otros, de los pobres, de Los Caifánes. He ahí otra confrontación afortunada entre el mundo de las apariencias de los privilegiados y el nocturno mundo real de los desposeídos. Juan Ibáñez (1938-2000) fue el director de esta alucinada aventura fílmica, realizada en 1966 sobre un libreto de Carlos Fuentes. Se trata de un viaje al inframundo urbano, en el que lo insólito debe surgir de lo inesperado que se esconde a la vuelta de cada esquina, en el fondo del callejón, en la oscuridad del palacio convertido en vecindad, en la iluminación de la avenida desierta, en los vetustos paredones en que las putas tienen el rostro de la muerte, en el antro cabaretero que mezcla la alegría con la desesperanza y sobre todo, en la esquiva actitud de esos caifánes (Sergio Jiménez, Ernesto Gómez Cruz, Eduardo López Rojas y Óscar Chávez) que son a un tiempo fortaleza y desamparo, malicia y candor, ternura y zafiedad”.
“El itinerario tiene el atractivo de la aventura pero también el estremecimiento de la pesadilla. Todo se plantea como una invitación al juego. Ustedes los apretados y nosotros los nacos jugamos por una noche a que somos cuates. No hacemos las paces, hacemos sólo una tregua. A ratos el convenio parecerá funcionar pero la desconfianza de unos y el rencor de otros, el desdén clasista y el complejo de inferioridad, mantendrán tensa la mayoría de las situaciones. La violencia se paseará por el filo de la navaja. Noche de magia, noche de horror, vaivén narrativo que ciertos alardes culteranos no lograrán estropear. «Los Caifánes» marca un momento privilegiado de nuestro cine.” (Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 1114 – 115)
Tanto «Los Caifánes» como las siguientes cintas de la Marte fueron filmadas como series con el S.T.I.C.; esta compañía promovió en sus siguientes películas a otros nuevos directores. Los tres episodios de «Trampas de amor» fueron realizados por Tito Novaro, Manuel Michel y Jorge Fons. En «Patsy mi amor», cinta escrita por Gabriel García Márquez, el director Manuel Michel contó con poca fortuna la historia de una jovencita moderna (Ofelia Medina) que llevada por el gran afecto a su padre (Joaquín Cordero) se convierte en amante de un hombre mayor (Julio Alemán).
En 1969 esta compañía produjo tres películas: «Paraíso», de Luis Alcoriza; «Siempre hay un mañana», de José Estrada, Guillermo Murray y Mauricio Wallerstein y «El sabor de la venganza», de Alberto Mariscal; para 1970, la Marte hizo debutar a los directores Salomón Laiter con «Las puertas del paraíso», a Julián Pastor con «La justicia tiene doce años», y a Toni Sbert con «Sin salida».
Siguiendo los pasos de Wallerstein y Pérez Gavilán, los productores Leopoldo y Marco Silva crearon una nueva firma: Cinematográfica Marco Polo.
Esta nueva compañía debutó en 1970 con la película «Tú, yo, nosotros», dirigida por los noveles directores Gonzalo Martínez, Juan Manuel Torres y Jorge Fons. En esta cinta se contaban tres etapas sucesivas de una misma historia: unos conflictos familiares entre personajes de clase media ganaban en intensidad al pasar de las manos de Martínez a las de Torres y alcanzaban una impresionante exaltación violenta de los sentimientos en la parte de Fons al describir las relaciones entre un joven (Sergio Jiménez) y su padre (Pancho Córdova); Julissa y Rita Macedo complementaron el elenco.
El cine de ambas compañías fue hecho en varias ocasiones por jóvenes como Ibáñez, Wallerstein, Estrada, Pastor, Sbert o Torres, que frecuentaban la “zona rosa” que era el centro de la vida cosmopolita capitalina. Algo tuvo que ver eso con la existencia en su cine de una actitud crítica a veces sincera, y en la complacencia por la moda y lo moderno, el énfasis en un erotismo que se quería desenfadado y una visión pintoresca de lo popular.
En 1969 los jóvenes cineastas seguían buscando nuevas formas de expresión y volvieron a dar de que hablar; en este año es formado el grupo Cine Independiente, encabezado por los jóvenes directores Arturo Ripstein y Felipe Cazals, junto con Rafael Castañedo, el escritor Pedro F. Miret y el crítico Tomás Pérez Turrent. Sin entrar en el grupo les fue cercano otro joven realizador, Paul Leduc.
Con el apoyo del grupo, Ripstein filmó «La hora de los niños» y otros cortometrajes posteriores. Todas estas cintas se inscribían en la tendencia del cine de búsquedas expresivas contra la narrativa tradicional. Esto nos indica la fuerza que iba tomando el cine independiente y su amplio registro temático.
En 1968 y 1969 tuvieron lugar otros dos hechos importantes en lo referente a los estudios acerca del cine mexicano: el primero fue la publicación de “La aventura del cine mexicano”, de Jorge Ayala Blanco, el trabajo más serio sobre el cine nacional emprendido hasta entonces; el segundo fue la publicación de la “Historia documental del cine mexicano” de Emilio García Riera, quien fuera integrante del grupo Nuevo Cine.
Esta obra es una extensa agrupación de fichas, sinopsis y comentarios de todas las películas mexicanas sonoras que alcanzaría doce volúmenes en los años siguientes, cubriendo un periodo de producción de 1930 a 1990.
Los antecedentes de estas dos obras eran “Índice bibliográfico del cine mexicano”, de María Isabel de la Fuente, publicado en 1965, y la “Enciclopedia del cine mexicano”, de Ricardo Rangel y Rafael E. Portas, publicado en 1966.
Dos jóvenes productores, Mauricio Wallerstein y Fernando Pérez Gavilán formaron en esta época una nueva compañía, Cinematográfica Marte, iniciando sus trabajos con un éxito de público y de crítica: «Los Caifánes», dirigida en 1966 por Juan Ibáñez. Esta basada en una historia escrita por él mismo y Carlos Fuentes, que ganó el primer premio en el concurso convocado en 1965 por el Banco Nacional Cinematográfico, la Dirección de Cinematografía y los productores privados.
“«Los Caifánes», otra cinta que se salió del cartabón. Los muy decentes jóvenes interpretados por Enrique Álvarez Félix y Julissa, juniors de la burguesía capitalina, dejarán por una noche de ir al tranquilo y elegante restaurante de la Zona rosa, el área de buen gusto cosmopolita en la ciudad de México de los años 60, para extraviarse por el universo de los otros, de los pobres, de Los Caifánes. He ahí otra confrontación afortunada entre el mundo de las apariencias de los privilegiados y el nocturno mundo real de los desposeídos. Juan Ibáñez (1938-2000) fue el director de esta alucinada aventura fílmica, realizada en 1966 sobre un libreto de Carlos Fuentes. Se trata de un viaje al inframundo urbano, en el que lo insólito debe surgir de lo inesperado que se esconde a la vuelta de cada esquina, en el fondo del callejón, en la oscuridad del palacio convertido en vecindad, en la iluminación de la avenida desierta, en los vetustos paredones en que las putas tienen el rostro de la muerte, en el antro cabaretero que mezcla la alegría con la desesperanza y sobre todo, en la esquiva actitud de esos caifánes (Sergio Jiménez, Ernesto Gómez Cruz, Eduardo López Rojas y Óscar Chávez) que son a un tiempo fortaleza y desamparo, malicia y candor, ternura y zafiedad”.
“El itinerario tiene el atractivo de la aventura pero también el estremecimiento de la pesadilla. Todo se plantea como una invitación al juego. Ustedes los apretados y nosotros los nacos jugamos por una noche a que somos cuates. No hacemos las paces, hacemos sólo una tregua. A ratos el convenio parecerá funcionar pero la desconfianza de unos y el rencor de otros, el desdén clasista y el complejo de inferioridad, mantendrán tensa la mayoría de las situaciones. La violencia se paseará por el filo de la navaja. Noche de magia, noche de horror, vaivén narrativo que ciertos alardes culteranos no lograrán estropear. «Los Caifánes» marca un momento privilegiado de nuestro cine.” (Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 1114 – 115)
Tanto «Los Caifánes» como las siguientes cintas de la Marte fueron filmadas como series con el S.T.I.C.; esta compañía promovió en sus siguientes películas a otros nuevos directores. Los tres episodios de «Trampas de amor» fueron realizados por Tito Novaro, Manuel Michel y Jorge Fons. En «Patsy mi amor», cinta escrita por Gabriel García Márquez, el director Manuel Michel contó con poca fortuna la historia de una jovencita moderna (Ofelia Medina) que llevada por el gran afecto a su padre (Joaquín Cordero) se convierte en amante de un hombre mayor (Julio Alemán).
En 1969 esta compañía produjo tres películas: «Paraíso», de Luis Alcoriza; «Siempre hay un mañana», de José Estrada, Guillermo Murray y Mauricio Wallerstein y «El sabor de la venganza», de Alberto Mariscal; para 1970, la Marte hizo debutar a los directores Salomón Laiter con «Las puertas del paraíso», a Julián Pastor con «La justicia tiene doce años», y a Toni Sbert con «Sin salida».
Siguiendo los pasos de Wallerstein y Pérez Gavilán, los productores Leopoldo y Marco Silva crearon una nueva firma: Cinematográfica Marco Polo.
Esta nueva compañía debutó en 1970 con la película «Tú, yo, nosotros», dirigida por los noveles directores Gonzalo Martínez, Juan Manuel Torres y Jorge Fons. En esta cinta se contaban tres etapas sucesivas de una misma historia: unos conflictos familiares entre personajes de clase media ganaban en intensidad al pasar de las manos de Martínez a las de Torres y alcanzaban una impresionante exaltación violenta de los sentimientos en la parte de Fons al describir las relaciones entre un joven (Sergio Jiménez) y su padre (Pancho Córdova); Julissa y Rita Macedo complementaron el elenco.
El cine de ambas compañías fue hecho en varias ocasiones por jóvenes como Ibáñez, Wallerstein, Estrada, Pastor, Sbert o Torres, que frecuentaban la “zona rosa” que era el centro de la vida cosmopolita capitalina. Algo tuvo que ver eso con la existencia en su cine de una actitud crítica a veces sincera, y en la complacencia por la moda y lo moderno, el énfasis en un erotismo que se quería desenfadado y una visión pintoresca de lo popular.
La censura gubernamental se relaja: se permite la exhibición de pornografía.
En 1968 las acciones de Operadora de Teatros y de la Cadena de Oro fueron traspasadas del Banco Nacional Hipotecario de Servicios y Obras Públicas al Banco Nacional Cinematográfico, dirigido por Emilio O. Rabasa quien además presidió el consejo de administración de la empresa estatal PROCINEMEX, bajo la dirección de Maximiliano Vega Tato (egresado del C.U.E.C.), encargada de la promoción publicitaria del cine mexicano en el ámbito mundial.
En nuestro país se padecía un proceso de doble censura: si la cinta necesitaba el apoyo económico del Banco Cinematográfico, éste tenía que aprobar el guión y checar no sólo el costo, sino las escenas de contenido político y sexual; de aquí se iba a la Dirección de Cinematografía, en donde en pocas ocasiones se salía bien librado. Esta situación resultaba incoherente y ridícula, ya que el cine mexicano tuvo que desarrollar una “doble moral”: para el público nacional las actrices tenían que aparecer necesariamente con ropa interior o bikini, pero para la exhibición en el extranjero, tenían que aparecer desnudas.
Cansados de esta situación y para darle una mayor coherencia y “libertad” a nuestros realizadores, la Dirección de Cinematografía cuyo encargado era Mario Moya Palencia hizo más permisiva la censura y admitió la muestra de desnudos femeninos y el empleo de “palabrotas” en el cine, además habilitó al Cine Regis como la primera “sala de arte” del país y permitió la exhibición en ella de cintas extranjeras tenidas por “muy fuertes”.
Una cifra da idea de los extremos a los que llegó el cine mexicano, antes pródigo en películas “para todo público”: 34 cintas de 1968 fueron destinadas por Cinematografía a ser exhibidas “sólo para adultos” (clasificación C) o “sólo para mayores de 21 años” (clasificación D); eso significaba que contenían en su mayoría, desnudos femeninos.
Las comedias con toques eróticos más representativas de la época fueron las protagonizadas por Mauricio Garcés, que hizo popular y en ocasiones gracioso su personaje de play boy maduro.
“En parte la vulgaridad del cine “de ficheras” surgió por la falta de tratamientos maduros y de buen gusto del erotismo. Sólo de sofisticación que servía para encubrir la falta de auténtico sentido de la belleza se llenó la cinta de Miguel Zacarías «Claudia y el deseo» (1968), en la que Maricruz Olivier tenía falsos sueños eróticos. En 1969 sucedió lo mismo con «Una mujer honesta» de Abel Salazar, que recurría a la “audacia” de mostrar desnudos, pero ocultando sus sexos a una pareja de amantes. Después la perversidad sería el pretexto para que Isela Vega se desnudara e hiciera el amor con hombres y mujeres en «El festín de la loba», nuevo filme de Francisco del Villar. Luego Raúl Kamffer intentaría hacer en el cine independiente una película de pornografía justificada con el tema de la decadencia moral en «El perro y la calentura». Isela Vega seguiría mostrándose generosamente en cintas como «La india», de Rogelio A. González y «El llanto de la tortuga» de Francisco del Villar” (Viñas, Moisés; Historia del cine mexicano; UNAM-UNESCO; México, 1987; p. 246).
Como puede verse, las prostitutas abundaron en el cine de la época.
En 1968 las acciones de Operadora de Teatros y de la Cadena de Oro fueron traspasadas del Banco Nacional Hipotecario de Servicios y Obras Públicas al Banco Nacional Cinematográfico, dirigido por Emilio O. Rabasa quien además presidió el consejo de administración de la empresa estatal PROCINEMEX, bajo la dirección de Maximiliano Vega Tato (egresado del C.U.E.C.), encargada de la promoción publicitaria del cine mexicano en el ámbito mundial.
En nuestro país se padecía un proceso de doble censura: si la cinta necesitaba el apoyo económico del Banco Cinematográfico, éste tenía que aprobar el guión y checar no sólo el costo, sino las escenas de contenido político y sexual; de aquí se iba a la Dirección de Cinematografía, en donde en pocas ocasiones se salía bien librado. Esta situación resultaba incoherente y ridícula, ya que el cine mexicano tuvo que desarrollar una “doble moral”: para el público nacional las actrices tenían que aparecer necesariamente con ropa interior o bikini, pero para la exhibición en el extranjero, tenían que aparecer desnudas.
Cansados de esta situación y para darle una mayor coherencia y “libertad” a nuestros realizadores, la Dirección de Cinematografía cuyo encargado era Mario Moya Palencia hizo más permisiva la censura y admitió la muestra de desnudos femeninos y el empleo de “palabrotas” en el cine, además habilitó al Cine Regis como la primera “sala de arte” del país y permitió la exhibición en ella de cintas extranjeras tenidas por “muy fuertes”.
Una cifra da idea de los extremos a los que llegó el cine mexicano, antes pródigo en películas “para todo público”: 34 cintas de 1968 fueron destinadas por Cinematografía a ser exhibidas “sólo para adultos” (clasificación C) o “sólo para mayores de 21 años” (clasificación D); eso significaba que contenían en su mayoría, desnudos femeninos.
Las comedias con toques eróticos más representativas de la época fueron las protagonizadas por Mauricio Garcés, que hizo popular y en ocasiones gracioso su personaje de play boy maduro.
“En parte la vulgaridad del cine “de ficheras” surgió por la falta de tratamientos maduros y de buen gusto del erotismo. Sólo de sofisticación que servía para encubrir la falta de auténtico sentido de la belleza se llenó la cinta de Miguel Zacarías «Claudia y el deseo» (1968), en la que Maricruz Olivier tenía falsos sueños eróticos. En 1969 sucedió lo mismo con «Una mujer honesta» de Abel Salazar, que recurría a la “audacia” de mostrar desnudos, pero ocultando sus sexos a una pareja de amantes. Después la perversidad sería el pretexto para que Isela Vega se desnudara e hiciera el amor con hombres y mujeres en «El festín de la loba», nuevo filme de Francisco del Villar. Luego Raúl Kamffer intentaría hacer en el cine independiente una película de pornografía justificada con el tema de la decadencia moral en «El perro y la calentura». Isela Vega seguiría mostrándose generosamente en cintas como «La india», de Rogelio A. González y «El llanto de la tortuga» de Francisco del Villar” (Viñas, Moisés; Historia del cine mexicano; UNAM-UNESCO; México, 1987; p. 246).
Como puede verse, las prostitutas abundaron en el cine de la época.
La estatización del cine mexicano.
Después de los lamentables sucesos de 1968 y al iniciarse el periodo presidencial del licenciado Luis Echeverría Álvarez en 1970, se trataba de promover un cine de temática contemporánea que, a la vez, cumpliera fines propagandísticos. El cine debía reflejar un país progresista, de gobierno popular y democrático; para lograrlo, el presidente ratificó a su hermano Rodolfo Echeverría (el actor Rodolfo Landa), quien fungía como líder de la ANDA. (Asociación Nacional de Actores) como director del Banco Nacional Cinematográfico, desde donde se impuso una política del cine real y efectivamente renovadora.
“En 1970 se inició la operación más ambiciosa jamás orquestada para reorganizar toda la industria cinematográfica. El gobierno del recién electo presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez, dio pasos agresivos para administrar el aprendizaje del cine, la producción, la distribución y hasta su premiación y conservación en un archivo fílmico. La pieza clave era el hermano del presidente, nombrado Director General del Banco Cinematográfico, apenas un puesto debajo de Mario Moya Palencia, Secretario de Gobernación.
Desde esa posición se dictaron los rumbos del cine; mientras los viejos productores mantenían sus hábitos y sus temas, un gobierno cada vez más hostil a ellos privilegió a las nuevas casas productoras” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 20).
“Para 1970 la nueva administración cinematográfica apoyó a la productora Marte y otras que surgieron a imitación suya como Escorpión, Alfa Centauri y Marco Polo. Así se pudieron realizar cintas de ambición como «Para servir a usted», de José Estrada; «Érase una vez un hombre», de Guillermo Murray, «Las reglas del juego», de Mauricio Wallerstein, «Las puertas del paraíso», de Salomón Laiter, «Sin salida», de Toni Sbert, «La justicia tiene doce años», de Julián Pastor y «Tú, yo, nosotros», de Gonzalo Martínez, Juan Manuel Torres y Jorge Fons. Poco a poco el apoyo dado a estas compañías se fue haciendo más fuerte” (Viñas, Moisés; Historia del cine mexicano; UNAM-UNESCO; México, 1987; p. 237).
La estatización del cine mexicano no resultó de un plan previo, sino de un encadenamiento de circunstancias; para empezar, en 1971 el Banco Nacional Cinematográfico fue beneficiado por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, a cargo del licenciado José López Portillo, con una inversión de mil millones de pesos. Ese dinero serviría para mejorar laboratorios, salas, empresas de distribución, es decir, para fortalecer el aparato técnico y administrativo del cine nacional.
“Nadie y mucho menos el Estado podría constituirse en el ejecutor de una política estética destinada a conformar gustos o a dirigir el curso de la imaginación. El milagro de la creación no puede tener más fuentes ni origen que la angustia y el talento de cada creador. Fuera de este ámbito hermético, el artista puede ver signos, señales, llamadas, pero nada más. Su arte es el resultado de un incesante juego dialéctico donde susceptibilidad y realidad predominan alternativamente (Discurso del 11 de agosto de 1972). Las anteriores palabras son de Rodolfo Echeverría. Reflejan una actitud por todos conceptos inusual en la relación artistas – estado, una actitud por medio de la cual se propicia la libertad creadora en lugar de coartarla y se alienta el quehacer personal en vez de obstaculizarlo. La política cinematográfica echeverrista se basó no en la definición del cine que debe hacerse según los criterios del poder, sino en la voluntad de apoyar a los autores a hacer el cine que ellos mismos quisieran. Muchos se preguntarán que por qué entonces no se hicieron mejores películas, pero yo les contestaría que incluso en un medio propicio las obras no pueden ser mejores que sus hacedores y sólo alcanzan hasta donde de el talento de éstos. De todas formas –ha declarado Rodolfo Echeverría-, yo creo que la cosecha no fue mala. De ahí que para mucha gente del medio fílmico la verdadera Época de Oro del cine mexicano se dé con Rodolfo Echeverría (1970-1976). No sólo porque en dicha etapa se hayan abierto las tradicionalmente puertas cerradas por un sindicalismo mal entendido, lo que permitió un alentador debut profesional de muy numerosos directores, ni porque en ella se hayan inaugurado la escuela de cine (C.C.C.) y la Cineteca Nacional, ni tampoco por el caudal de filmes interesantes surgidos en ese entonces, sino por el conjunto de una política sustentada, lejos del secretismo, en el apoyo concreto a una producción de signo creativo autoral”.
“En efecto, muchos cinematografistas u observadores comparten una opinión positiva sobre la administración que en este capítulo nos ocupa. Emilio García Riera, por ejemplo, escribió en “La Jornada” (16 de octubre de 1984): El cine mexicano vivió su mejor época, su momento culminante, en la década pasada. Dígase lo que se diga, la gestión de Rodolfo Echeverría al frente del Banco Nacional Cinematográfico, de 1971 a 1976, con su virtual –y forzada, en buena medida- estatización del cine, se tradujo en el mayor grado de libertad y de respeto a la iniciativa creadora de que hayan disfrutado en este país los cineastas, aunque una derecha y una izquierda hipotéticas, para decirlo con eufemismos, hayan coincidido en denigrarla. No ha habido –añade García Riera-, en toda la historia del cine mexicano, una generación más brillante que la representada por Ripstein, Cazals, Leduc, Hermosillo y Fons, para citar a los más dotados, en mi opinión. No sólo se demostraron esos directores más aptos en lo formal que sus autodidactos predecesores, sino que se opusieron de frente a la mayor tara del cine mexicano tradicional, o sea su vena melodramática, su espíritu conservador, moralista e hipócrita. Su capacidad de reflejar la ambigüedad de lo real les permitió lograr imágenes contrarias a las de la madre inmarcesible, el padre inobjetable, la juventud regañable, el sacerdote canonizable, la pecadora tan sublime como sermoneable. Hicieron asomar a la pantalla el rostro de una verdadera realidad mexicana”. (Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 155 – 158)
Para 1972 los estudios Churubusco pasaron a ser la productora estatal y en 1973 comenzaron a exhibirse en las principales salas del país las realizaciones recientes. Los productores privados comenzaron a retirarse ante su incapacidad de competir con las nuevas producciones, por esta causa comenzó a descender el trabajo en los estudios.
En consecuencia, el Estado decidió crear sus propias firmas productoras y confiar sus películas a directores capaces de interesar a un público que no solía ver cine mexicano. Esas firmas fueron CONACINE (Corporación Nacional Cinematográfica S.A. de C.V.), encargada de las producciones más ambiciosas; y las Corporaciones Nacionales Cinematográficas de los Trabajadores y el Estado, S.A. de C.V.: CONACITE 1 para trabajar con el S.T.P.C. y CONACITE 2 para hacerlo con el S.T.I.C.
La reconstitución de la academia encargada de otorgar los premios “Ariel” (la entrega de estas preseas fue suspendida a partir de 1959 por no tenerse en el país una cinta digna de ser reconocida) en 1972 fue una de las medidas tomadas por el Estado para fortalecer la base cultural del cine. Al mismo tiempo en 1974 se inauguró la Cineteca Nacional, que debía existir por ley desde 1949, y también en este año se creó otra compañía productora para trabajar con el Estado, D.A.S.A. (Directores Asociados, S.A.), integrada por los directores Raúl Araiza, José Estrada, Jaime Humberto Hermosillo, Alberto Isaac, Gonzalo Martínez, Sergio Olhovich y Julián Pastor.
Esto constituyó un apoyo más para el cine del Estado, que un año después afianzó su control sobre la industria con la compra de los estudios América y la apertura del C.C.C. (Centro de Capacitación Cinematográfica), una segunda escuela de cine.
“Conforme avanzaba el experimento del cine echeverrista se iba gestando una contradicción intelectual y política: la dinámica gubernamental se encaminaba a crear la ilusión de un Nuevo Cine, a semejanza de los que en la década anterior florecieran en todo el mundo. El enemigo era el viejo cine, el de la crisis, el orientado al público latinoamericano menos exigente, el encarnado en las películas de luchadores enmascarados, cómicos populacheros y charros cantores. Pero por debajo se movía una nostalgia por la época de oro, que el gobierno suponía capaz de recrear por decreto y sin reparar en gastos. De manera que mientras se satanizaba a los viejos productores, se estudiaba con curiosidad a los cineastas que treinta años antes habían erigido la industria” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997. p. 22).
Con estas medidas y la limitación de préstamos se pretendía poner fin a los abusos de los productores. El cine mexicano era ya otra empresa estatal; al estatizarlo se protegían los intereses de una industria nacional y se procuraba que el cine fuera un vehículo de expresión artística y un medio de comunicación atento a los problemas de su tiempo; sin embargo, a pesar de estas medidas, cometieron un error: los aspectos con los cuales se hubiera conseguido una transformación radical, la distribución y la exhibición, no pudieron o no quisieron ser tocados. Ahí toparon las buenas intenciones.
Al ser “descongelados” los precios de entrada a los cines, y al desaparecer los de segunda y tercera clase para ser convertidos todos en salas de estreno aumentaron en mucho los ingresos de los productores privados y los accionistas mayoritarios de Películas Nacionales: de 164 millones de pesos en 1971, a 360 millones en 1976.
“El gobierno echeverrista llamó la atención por su empeño en atraer a una intelectualidad que el régimen anterior había convertido en su enemiga. Ya desde la campaña electoral de Luis Echeverría, había convencido de tal manera a Carlos Fuentes con una plática en Nueva York que el novelista declaró: ‘No apoyar a Luis Echeverría sería un error histórico’. Y Sergio Olhovich filmó en 1971 el cuento de Fuentes «Muñeca reina», que representó a México en la Primera Muestra Internacional de Cine con que el gobierno suplía a la conflictiva Reseña de Festivales de Acapulco. Fuentes sería el guionista del monumento a la ideología del régimen: «Aquéllos años» (1972). Y tras él, José Emilio Pacheco hizo los guiones de «El castillo de la pureza»; de la recreación del juicio colonial contra los judíos Carvajal de «El santo oficio» y de la superproducción de aristócratas bebiendo daiquiris en una playa desierta en «Fox trot», todas de Arturo Ripstein; Fons hizo obvios los matices de Vargas Llosa en «Los cachorros» de 1971; a Jorge Ibarbuengöitia le tocó muy mala suerte cuando un José Estrada fuera de tono y de presupuesto filmó en Costa Rica su novela «Maten al león» en 1975; al menos gozó los beneficios de un buen reparto cuando Julián pastor le filmó su historia de amor universitario «Estas ruinas que ves», en 1978. A Rosario castellanos le simplificaron a niveles de telenovela «Balún Canán», de Benito Alazraki, filmada en 1976, mientras que un Archibaldo Burns que había mostrado excelente mano cuando adaptó de modo muy libre el relato antropológico de Ricardo Pozas «Juan Pérez Jolote», no pudo con las complejidades narrativas de Castellanos y la lucha entre los mundos indígena y mestizo en «Oficio de tinieblas», de 1979.
Parecía no tener fin la intrepidez de los cineastas; ya en el nuevo sexenio Lópezportillista, con las reglas del juego cambiadas, Juan Ibáñez inventó un mundo propio en los Churubusco para filmar las «Divinas palabras» de Valle Inclán, y José Bolaños aprovechó los mismos decorados para armar su Comala personal en la segunda versión de «Pedro Páramo». En la transición de sexenios, Ripstein pudo, gracias al guión no acreditado de Manuel Puig, hacer de la novela de José Donoso «El lugar sin límites», la película más importante de su carrera” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997. p. 33)
Pero antes del nuevo sexenio una sensación de acercamiento se respiraba en el ambiente: la prensa se permitía hacer bromas acerca del gabinete de Echeverría, y el cine aprovechaba esta situación para realizar obras como «Ante el cadáver de un líder», donde Alejandro Galindo exhibía el oportunismo de los jóvenes políticos, o Alfonso Arau, quien en «Calzonzin Inspector» se burlaba del cacicazgo ejercido por los políticos al interior de la provincia; ambas se presentaron en 1973 con una muy buena respuesta del público.
Y en un tono más serio, Sergio Olhovich presentaba ante el público las imágenes de unos soldados masacrando a unos indígenas en «La casa del sur», en 1975; «Meridiano 100» (1974), de Alfredo Joskowicz hablaba sobre el actuar de la guerrilla en un poblado de provincia, a cuyos pobladores se trata de politizar sin tener una respuesta favorable; en «Auandar Anapu», de Rafael Corkidi, el público visualizó el enfrentamiento entre una especie de “mesías proletario” encarnado por Ernesto Gómez Cruz y un militar (Jorge Humberto Robles), quienes tratan de ganarse el favor de los campesinos.
“Si se valora en su real significación, como es de justicia, la labor de Rodolfo Echeverría, por demás un caso de excepción en el sistema, en ella, más que en ninguna otra, se promovió nacional e internacionalmente a nuestro cine. No hubo festival, mercado o muestra en los que las películas mexicanas no estuvieran presentes. Y en todas partes se aplaudía la voluntad renovadora que mostraba nuestro cine. El encargado de diseñar y operar esta promoción nacional e internacional fue un egresado del C.U.E.C.: Maximiliano Vega Tato. Se alentó también a los escritores. En la sección autoral del S.T.P.C. con Rafael Baledón como dirigente, se creó un taller en el que se trabajó con un fervor inusitado. De él surgiría un importante grupo de guionistas hoy en activo. El premio del Ariel, un estímulo que se había desvanecido en la larga noche de los luchadores enmascarados, fue reestablecido. Las onerosas, petulantes y elitistas Reseñas Fílmicas de Acapulco fueron sustituidas por las más democráticas y sensatas Muestras Internacionales de Cine. Películas de calidad como «Canoa«, «El Apando»,
«La otra virginidad», «Tívoli», «Chin Chin, el teporocho» y «Mecánica nacional», resultaron al mismo tiempo estimulantes éxitos de taquilla y empezaron a desplazar de muchas salas a los consabidos churros para analfabetos del cine convencional. Hubo entonces, hacia el final del sexenio, una como huelga de productores. Los trabajadores sindicalizados, por boca de la escritora Josefina Vicens, denunciaron el caso ante el propio Presidente Luís Echeverría. Éste, dejándose llevar por uno de esos arrebatos temperamentales que le tipificaron en los últimos años de su mandato, cometió un grave error de elemental educación al insultar a unos productores a quienes formalmente había invitado a su casa (la de Los Pinos) y, en consecuencia, echándolos verbalmente de la industria por su “renuencia a producir”, poniendo en marcha una estatización que en realidad no llegó a mucho (tan sólo a la adquisición por parte del estado de la empresa distribuidora en quiebra Películas Mexicanas). Resentidos, llamándose las víctimas, los productores privados se agazaparon a la espera del nuevo sexenio, con la esperanza de que en él las cosas volvieran a ser como antes. La historia demostraría que no andaban descaminados del todo en sus expectativas”. (Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 155 – 158(Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 170 – 173)
Las obras más “fuertes” del período echeverrista fueron producto de la apertura y la permisividad. En 1974 René Cardona Jr. estrenó «El valle de los miserables», donde las violaciones y la tortura a la que sometió a sus personajes comenzaron a alertar a críticos y funcionarios sobre el camino que, desafortunadamente, tomaría nuestro cine. Prosiguió una cinta cuyo éxito mundial rebasó las expectativas de propios y extraños, «Supervivientes de los Andes», dirigida por René Cardona en 1975, basada en los trágicos e inverosímiles acontecimientos vividos por un grupo de jóvenes chilenos que permanecieron 72 días atrapados en la cumbre de esta cadena montañosa luego de que su avión se estrellara debido a las malas condiciones climáticas. Por su parte, Felipe Cazals aprovechó estas condiciones para filmar tres de sus obras más representativas, «El apando», «Las poquianchis» y «Canoa», siendo ésta última censurada por el gobierno por su excesiva violencia y por estar involucrada la integridad física y moral de algunos de los personajes reales en quien está basada.
“Tal vez «Canoa», de Felipe Cazals, sea la película más representativa de la época echeverrista. Fue una coproducción de trabajadores y estado sobre el primer guión surgido del Taller de Escritores, obra de Tomás Pérez Turrent que fue ampliamente analizada, comentada y discutida, en forma colectiva, antes de presentarse para su realización. El libreto, escrito por persona empapada de todas las corrientes de avanzada fílmica en el mundo, mezclaba con inteligencia y habilidad la ficción y el documento, la dramatización y la desdramatización, la concernencia y el distanciamiento. Filmada en 1975, la cinta comenta y recrea los trágicos sucesos acaecidos una noche de septiembre de 1968 en San Miguel Canoa, localidad del municipio de Puebla, situada a doce kilómetros de la ciudad del mismo nombre y muy cerca de la elevación montañosa conocida como Malintzin o La Malinche. Eran los tiempos del movimiento estudiantil: No queremos Olimpiada, queremos Revolución…”.
“Y los medios informativos (prensa, radio, televisión y púlpito) forzados por el gobierno o de propia cuenta, pues de todo hubo, se lanzaban entonces a fomentar la histeria anticomunista, a desprestigiar a los jóvenes y a sembrar la insidia en contra de los inconformes. En la ciudad de México, donde la magnitud y fuerza del movimiento eran tan enormes que impedían en la práctica la contra información oficial, la orquestación programada de la mentira sólo encontraba eco en el desahogo oral de la momiza y en los grupitos ultramontanos, pero en la provincia, y en espacial en las pequeñas aldeas que aún duermen el sueño de una raza vencida por Hernán Cortés, la demonización de los estudiantes funcionó como una válvula de escape para frustraciones de otro signo (las que tienen que ver con la injusticia social) y el campo quedó abonado para la cacería de brujas. La hoguera se prendió en Canoa. Un grupo de jóvenes empleados de la Universidad de Puebla llegó a la aldea, en plan de excursión y con el deportivo propósito de escalar la montaña cercana, pero la lluvia les obligó a pasar la noche en los confines del pueblo. Quizá sea bueno recordar sus nombres: Ramón Calvario Gutiérrez, Miguel Flores Cruz, Julián González Báez, Jesús Carrillo Sánchez y Roberto Rojano Gutiérrez. La desconfianza natural hacia los fuereños, los complejos aflorados por el alcohol, el avivamiento de las bajas pasiones por la camarilla torva que nunca falta en los pueblos, el despertar de los fantasmas del sexo reprimido, el azuzamiento de un guía espiritual sobreviviente de la inquisición española y sobre todo el clima de alarma e histeria fomentado por la propaganda gubernamental en una comunidad semi analfabeta, todo revuelto y todo junto incidió para que el rencor colectivo estallara en forma de linchamiento. Las víctimas inocentes, los chivos expiatorios de una política de odio y represión decretada desde la soledad de su palacio por Gustavo Díaz Ordaz, los jóvenes empleados universitarios que pretendían ascender el volcán de La Malinche, adquirieron para los lugareños de Canoa el rostro de los demonios del sistema: los estudiantes, los comunistas, los que vienen a violar a nuestras mujeres y a robar a nuestros hijos para enviarlos a Moscú. ¡Había que acabar con ellos! La extraordinaria película de Felipe Cazals nos lleva a compartir casi visceralmente su terrorífica pesadilla”.
“Lo que se había planteado y buscado con «El jardín de la tía Isabel», el arribo a un cine de calidad que asumiera su condición pensante y su naturaleza critica se daba por fin plenamente en «Canoa». En las páginas del diario “Esto”, yo mismo escribiría por ese entonces (24 de marzo de 1976): ¿Qué mejor conquista que la de haber superado estructuras narrativas e ideológicas como las que el tradicional churro mexicano hizo famosos desde sus inicios? «Canoa» es terreno ganado. Ya no se puede dar marcha atrás. Y añadía cuatro días después en “El Nacional”: Rodolfo Echeverría debe estar orgulloso de esta película. Ella dice más que mil discursos sobre los resultados positivos de su labor al frente del Banco Nacional Cinematográfico. Evidentemente, la renovación de nuestra industria fílmica, después de todo, no ha sido una llamarada de petate. «Canoa» es la prueba. Meses atrás, cuando se estrenó la película en la Muestra Internacional de Cine, ya había dado mi primera impresión (“Esto”, 9 de diciembre de 1975): Tengo para mí a «Canoa» como una película de terror. Como una gran película de terror, para ser exactos. «Canoa» es un viaje hacia el fin de la noche. Esto sigue aún ahora siendo cierto. El filme de Cazals es de angustia o de miedo creciente para el espectador, pues el relato va cobrando una fuerza expresiva impresionante según avanza la acción. Las secuencias del linchamiento son magistrales por la sobriedad y el vigor con que están concebidas y realizadas. El crescendo sobrecogedor que nos conduce hacia el fondo del horror es en verdad alucinante”.
“«Canoa»no es cine digestivo. Tampoco es academia ni buen gusto. Podríamos incluso buscar su definición por lo que la película no es. En efecto, «Canoa» no presenta una realidad rural bucólica, con charritos vestidos de mariachis, ni una realidad indígena de rostros inmóviles con fondo de nopales y pirámides. Su sacerdote católico no es ni Domingo Soler ni Cantinflas ni el Arturo de Córdova de «La ciudad de los niños». No es un cura canonizable. Es simple y sencillamente un sinvergüenza que manipula el fanatismo religioso en su provecho particular. En el drama de San Miguel canoa, sin embargo, no es imperioso buscar un culpable individual. El párroco que instiga al linchamiento (Enrique Meza Pérez en la vida real) es cuando mucho un villano circunstancial. El verdadero culpable, según se desprende de una lectura atenta del filme de Cazals, es la situación de desamparo y miseria en que está inmersa la aldea del drama, un lamentable estado de cosas que no es privativo de ningún punto geográfico específico, sino del país entero. Canoa es México. «Canoa», el filme, es también una alegoría de Tlatelolco. La matanza del 2 de octubre de 1968 encuentra un equivalente simbólico en el linchamiento poblano. La atmósfera de represión política es la misma, la sangre derramada también juvenil, la gratuidad del crimen se antoja en ambos casos monstruosa, el rencor y la intolerancia comparten idéntico origen y las invocaciones a la bondad de Dios del sacerdote hipócrita se hermanan con la mano falazmente extendida del presidente represor, fingimiento que en su momento recibió de los jóvenes esta respuesta contundente: La prueba de la parafina a la mano tendida. El cine mexicano despegaba… no tardarían en hacerlo aterrizar”. (Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 170 – 173)
Como legado de la administración de Rodolfo Echeverría, éstas son algunas de las cintas realizadas durante su gestión: «El principio», de Gonzalo Martínez Ortega; «Chac, el dios de la lluvia», de Rolando Klein; «La choca», de Emilio “Indio” Fernández; «El encuentro de un hombre solo», «Muñeca reina», «La casa del sur» y «Coronación», de Sergio Olhovich; «Fox trot» y «El santo oficio», de Arturo Ripstein; «El señor de Osanto» y «Matinée», de Jaime Humberto Hermosillo; «María», de Tito Davison; «Los cachorros» y «Los albañiles», de Jorge Fons; «Los días del amor», «El rincón de las vírgenes», «Tívoli» y «Cuartelazo», de Alberto Isaac; «Mecánica nacional», «Presagio», y «Las fuerzas vivas», de Luís Alcoriza; «Cayó de la gloria el diablo» y «El profeta Mimí», de José Estrada; «Lo mejor de Teresa», de Alberto Bojórquez; «La otra virginidad», «La vida cambia» y «El mar», de Juan Manuel Torres; «Ángeles y querubines», «Auandar Anapu» y «Pafnucio santo», de Rafael Corkidi; «Vals sin fin», de Rubén Broido; «A partir de cero», de Carlos Belaunzarán; «Caminando pasos, caminando», de Federico Weingartshofer; «El esperado amor desesperado», «Estas ruinas que ves» y «La casta divina», de Julián Pastor; «El hombre de la media luna», de José Bolaños; «Cascabel», de Raúl Araiza; «Calzonzin inspector», de Alfonso Arau; «La mansión de la locura», de Juan López Moctezuma; «Chin Chin el teporocho», de Gabriel Retes; «El cambio», de Alfredo Joskowicz; «Tómalo como quieras» y «Derrota», de Carlos González Morante; «Fantoche», de Jorge de la Rosa; «Renuncia por motivos de alud», de Rafael Baledón; «Los perros de Dios», de Francisco Del Villar; «Indio y cuchillo», de Rodolfo De Anda; «Pasajeros en tránsito», de Jaime Casillas; «Canoa», «El apando» y «Las poquianchis» de Felipe Cazals.
El camino de la violencia visual y sexual ya estaba abierto, los críticos ya habían alertado sobre esta situación, y de nuevo, los resentidos con el régimen se pronunciaban en contra del “horror” en que se había caído. Sin embargo, el verdadero terror cinematográfico llegaría con el cambio de sexenio.
Después de los lamentables sucesos de 1968 y al iniciarse el periodo presidencial del licenciado Luis Echeverría Álvarez en 1970, se trataba de promover un cine de temática contemporánea que, a la vez, cumpliera fines propagandísticos. El cine debía reflejar un país progresista, de gobierno popular y democrático; para lograrlo, el presidente ratificó a su hermano Rodolfo Echeverría (el actor Rodolfo Landa), quien fungía como líder de la ANDA. (Asociación Nacional de Actores) como director del Banco Nacional Cinematográfico, desde donde se impuso una política del cine real y efectivamente renovadora.
“En 1970 se inició la operación más ambiciosa jamás orquestada para reorganizar toda la industria cinematográfica. El gobierno del recién electo presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez, dio pasos agresivos para administrar el aprendizaje del cine, la producción, la distribución y hasta su premiación y conservación en un archivo fílmico. La pieza clave era el hermano del presidente, nombrado Director General del Banco Cinematográfico, apenas un puesto debajo de Mario Moya Palencia, Secretario de Gobernación.
Desde esa posición se dictaron los rumbos del cine; mientras los viejos productores mantenían sus hábitos y sus temas, un gobierno cada vez más hostil a ellos privilegió a las nuevas casas productoras” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 20).
“Para 1970 la nueva administración cinematográfica apoyó a la productora Marte y otras que surgieron a imitación suya como Escorpión, Alfa Centauri y Marco Polo. Así se pudieron realizar cintas de ambición como «Para servir a usted», de José Estrada; «Érase una vez un hombre», de Guillermo Murray, «Las reglas del juego», de Mauricio Wallerstein, «Las puertas del paraíso», de Salomón Laiter, «Sin salida», de Toni Sbert, «La justicia tiene doce años», de Julián Pastor y «Tú, yo, nosotros», de Gonzalo Martínez, Juan Manuel Torres y Jorge Fons. Poco a poco el apoyo dado a estas compañías se fue haciendo más fuerte” (Viñas, Moisés; Historia del cine mexicano; UNAM-UNESCO; México, 1987; p. 237).
La estatización del cine mexicano no resultó de un plan previo, sino de un encadenamiento de circunstancias; para empezar, en 1971 el Banco Nacional Cinematográfico fue beneficiado por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, a cargo del licenciado José López Portillo, con una inversión de mil millones de pesos. Ese dinero serviría para mejorar laboratorios, salas, empresas de distribución, es decir, para fortalecer el aparato técnico y administrativo del cine nacional.
“Nadie y mucho menos el Estado podría constituirse en el ejecutor de una política estética destinada a conformar gustos o a dirigir el curso de la imaginación. El milagro de la creación no puede tener más fuentes ni origen que la angustia y el talento de cada creador. Fuera de este ámbito hermético, el artista puede ver signos, señales, llamadas, pero nada más. Su arte es el resultado de un incesante juego dialéctico donde susceptibilidad y realidad predominan alternativamente (Discurso del 11 de agosto de 1972). Las anteriores palabras son de Rodolfo Echeverría. Reflejan una actitud por todos conceptos inusual en la relación artistas – estado, una actitud por medio de la cual se propicia la libertad creadora en lugar de coartarla y se alienta el quehacer personal en vez de obstaculizarlo. La política cinematográfica echeverrista se basó no en la definición del cine que debe hacerse según los criterios del poder, sino en la voluntad de apoyar a los autores a hacer el cine que ellos mismos quisieran. Muchos se preguntarán que por qué entonces no se hicieron mejores películas, pero yo les contestaría que incluso en un medio propicio las obras no pueden ser mejores que sus hacedores y sólo alcanzan hasta donde de el talento de éstos. De todas formas –ha declarado Rodolfo Echeverría-, yo creo que la cosecha no fue mala. De ahí que para mucha gente del medio fílmico la verdadera Época de Oro del cine mexicano se dé con Rodolfo Echeverría (1970-1976). No sólo porque en dicha etapa se hayan abierto las tradicionalmente puertas cerradas por un sindicalismo mal entendido, lo que permitió un alentador debut profesional de muy numerosos directores, ni porque en ella se hayan inaugurado la escuela de cine (C.C.C.) y la Cineteca Nacional, ni tampoco por el caudal de filmes interesantes surgidos en ese entonces, sino por el conjunto de una política sustentada, lejos del secretismo, en el apoyo concreto a una producción de signo creativo autoral”.
“En efecto, muchos cinematografistas u observadores comparten una opinión positiva sobre la administración que en este capítulo nos ocupa. Emilio García Riera, por ejemplo, escribió en “La Jornada” (16 de octubre de 1984): El cine mexicano vivió su mejor época, su momento culminante, en la década pasada. Dígase lo que se diga, la gestión de Rodolfo Echeverría al frente del Banco Nacional Cinematográfico, de 1971 a 1976, con su virtual –y forzada, en buena medida- estatización del cine, se tradujo en el mayor grado de libertad y de respeto a la iniciativa creadora de que hayan disfrutado en este país los cineastas, aunque una derecha y una izquierda hipotéticas, para decirlo con eufemismos, hayan coincidido en denigrarla. No ha habido –añade García Riera-, en toda la historia del cine mexicano, una generación más brillante que la representada por Ripstein, Cazals, Leduc, Hermosillo y Fons, para citar a los más dotados, en mi opinión. No sólo se demostraron esos directores más aptos en lo formal que sus autodidactos predecesores, sino que se opusieron de frente a la mayor tara del cine mexicano tradicional, o sea su vena melodramática, su espíritu conservador, moralista e hipócrita. Su capacidad de reflejar la ambigüedad de lo real les permitió lograr imágenes contrarias a las de la madre inmarcesible, el padre inobjetable, la juventud regañable, el sacerdote canonizable, la pecadora tan sublime como sermoneable. Hicieron asomar a la pantalla el rostro de una verdadera realidad mexicana”. (Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 155 – 158)
Para 1972 los estudios Churubusco pasaron a ser la productora estatal y en 1973 comenzaron a exhibirse en las principales salas del país las realizaciones recientes. Los productores privados comenzaron a retirarse ante su incapacidad de competir con las nuevas producciones, por esta causa comenzó a descender el trabajo en los estudios.
En consecuencia, el Estado decidió crear sus propias firmas productoras y confiar sus películas a directores capaces de interesar a un público que no solía ver cine mexicano. Esas firmas fueron CONACINE (Corporación Nacional Cinematográfica S.A. de C.V.), encargada de las producciones más ambiciosas; y las Corporaciones Nacionales Cinematográficas de los Trabajadores y el Estado, S.A. de C.V.: CONACITE 1 para trabajar con el S.T.P.C. y CONACITE 2 para hacerlo con el S.T.I.C.
La reconstitución de la academia encargada de otorgar los premios “Ariel” (la entrega de estas preseas fue suspendida a partir de 1959 por no tenerse en el país una cinta digna de ser reconocida) en 1972 fue una de las medidas tomadas por el Estado para fortalecer la base cultural del cine. Al mismo tiempo en 1974 se inauguró la Cineteca Nacional, que debía existir por ley desde 1949, y también en este año se creó otra compañía productora para trabajar con el Estado, D.A.S.A. (Directores Asociados, S.A.), integrada por los directores Raúl Araiza, José Estrada, Jaime Humberto Hermosillo, Alberto Isaac, Gonzalo Martínez, Sergio Olhovich y Julián Pastor.
Esto constituyó un apoyo más para el cine del Estado, que un año después afianzó su control sobre la industria con la compra de los estudios América y la apertura del C.C.C. (Centro de Capacitación Cinematográfica), una segunda escuela de cine.
“Conforme avanzaba el experimento del cine echeverrista se iba gestando una contradicción intelectual y política: la dinámica gubernamental se encaminaba a crear la ilusión de un Nuevo Cine, a semejanza de los que en la década anterior florecieran en todo el mundo. El enemigo era el viejo cine, el de la crisis, el orientado al público latinoamericano menos exigente, el encarnado en las películas de luchadores enmascarados, cómicos populacheros y charros cantores. Pero por debajo se movía una nostalgia por la época de oro, que el gobierno suponía capaz de recrear por decreto y sin reparar en gastos. De manera que mientras se satanizaba a los viejos productores, se estudiaba con curiosidad a los cineastas que treinta años antes habían erigido la industria” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997. p. 22).
Con estas medidas y la limitación de préstamos se pretendía poner fin a los abusos de los productores. El cine mexicano era ya otra empresa estatal; al estatizarlo se protegían los intereses de una industria nacional y se procuraba que el cine fuera un vehículo de expresión artística y un medio de comunicación atento a los problemas de su tiempo; sin embargo, a pesar de estas medidas, cometieron un error: los aspectos con los cuales se hubiera conseguido una transformación radical, la distribución y la exhibición, no pudieron o no quisieron ser tocados. Ahí toparon las buenas intenciones.
Al ser “descongelados” los precios de entrada a los cines, y al desaparecer los de segunda y tercera clase para ser convertidos todos en salas de estreno aumentaron en mucho los ingresos de los productores privados y los accionistas mayoritarios de Películas Nacionales: de 164 millones de pesos en 1971, a 360 millones en 1976.
“El gobierno echeverrista llamó la atención por su empeño en atraer a una intelectualidad que el régimen anterior había convertido en su enemiga. Ya desde la campaña electoral de Luis Echeverría, había convencido de tal manera a Carlos Fuentes con una plática en Nueva York que el novelista declaró: ‘No apoyar a Luis Echeverría sería un error histórico’. Y Sergio Olhovich filmó en 1971 el cuento de Fuentes «Muñeca reina», que representó a México en la Primera Muestra Internacional de Cine con que el gobierno suplía a la conflictiva Reseña de Festivales de Acapulco. Fuentes sería el guionista del monumento a la ideología del régimen: «Aquéllos años» (1972). Y tras él, José Emilio Pacheco hizo los guiones de «El castillo de la pureza»; de la recreación del juicio colonial contra los judíos Carvajal de «El santo oficio» y de la superproducción de aristócratas bebiendo daiquiris en una playa desierta en «Fox trot», todas de Arturo Ripstein; Fons hizo obvios los matices de Vargas Llosa en «Los cachorros» de 1971; a Jorge Ibarbuengöitia le tocó muy mala suerte cuando un José Estrada fuera de tono y de presupuesto filmó en Costa Rica su novela «Maten al león» en 1975; al menos gozó los beneficios de un buen reparto cuando Julián pastor le filmó su historia de amor universitario «Estas ruinas que ves», en 1978. A Rosario castellanos le simplificaron a niveles de telenovela «Balún Canán», de Benito Alazraki, filmada en 1976, mientras que un Archibaldo Burns que había mostrado excelente mano cuando adaptó de modo muy libre el relato antropológico de Ricardo Pozas «Juan Pérez Jolote», no pudo con las complejidades narrativas de Castellanos y la lucha entre los mundos indígena y mestizo en «Oficio de tinieblas», de 1979.
Parecía no tener fin la intrepidez de los cineastas; ya en el nuevo sexenio Lópezportillista, con las reglas del juego cambiadas, Juan Ibáñez inventó un mundo propio en los Churubusco para filmar las «Divinas palabras» de Valle Inclán, y José Bolaños aprovechó los mismos decorados para armar su Comala personal en la segunda versión de «Pedro Páramo». En la transición de sexenios, Ripstein pudo, gracias al guión no acreditado de Manuel Puig, hacer de la novela de José Donoso «El lugar sin límites», la película más importante de su carrera” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997. p. 33)
Pero antes del nuevo sexenio una sensación de acercamiento se respiraba en el ambiente: la prensa se permitía hacer bromas acerca del gabinete de Echeverría, y el cine aprovechaba esta situación para realizar obras como «Ante el cadáver de un líder», donde Alejandro Galindo exhibía el oportunismo de los jóvenes políticos, o Alfonso Arau, quien en «Calzonzin Inspector» se burlaba del cacicazgo ejercido por los políticos al interior de la provincia; ambas se presentaron en 1973 con una muy buena respuesta del público.
Y en un tono más serio, Sergio Olhovich presentaba ante el público las imágenes de unos soldados masacrando a unos indígenas en «La casa del sur», en 1975; «Meridiano 100» (1974), de Alfredo Joskowicz hablaba sobre el actuar de la guerrilla en un poblado de provincia, a cuyos pobladores se trata de politizar sin tener una respuesta favorable; en «Auandar Anapu», de Rafael Corkidi, el público visualizó el enfrentamiento entre una especie de “mesías proletario” encarnado por Ernesto Gómez Cruz y un militar (Jorge Humberto Robles), quienes tratan de ganarse el favor de los campesinos.
“Si se valora en su real significación, como es de justicia, la labor de Rodolfo Echeverría, por demás un caso de excepción en el sistema, en ella, más que en ninguna otra, se promovió nacional e internacionalmente a nuestro cine. No hubo festival, mercado o muestra en los que las películas mexicanas no estuvieran presentes. Y en todas partes se aplaudía la voluntad renovadora que mostraba nuestro cine. El encargado de diseñar y operar esta promoción nacional e internacional fue un egresado del C.U.E.C.: Maximiliano Vega Tato. Se alentó también a los escritores. En la sección autoral del S.T.P.C. con Rafael Baledón como dirigente, se creó un taller en el que se trabajó con un fervor inusitado. De él surgiría un importante grupo de guionistas hoy en activo. El premio del Ariel, un estímulo que se había desvanecido en la larga noche de los luchadores enmascarados, fue reestablecido. Las onerosas, petulantes y elitistas Reseñas Fílmicas de Acapulco fueron sustituidas por las más democráticas y sensatas Muestras Internacionales de Cine. Películas de calidad como «Canoa«, «El Apando»,
«La otra virginidad», «Tívoli», «Chin Chin, el teporocho» y «Mecánica nacional», resultaron al mismo tiempo estimulantes éxitos de taquilla y empezaron a desplazar de muchas salas a los consabidos churros para analfabetos del cine convencional. Hubo entonces, hacia el final del sexenio, una como huelga de productores. Los trabajadores sindicalizados, por boca de la escritora Josefina Vicens, denunciaron el caso ante el propio Presidente Luís Echeverría. Éste, dejándose llevar por uno de esos arrebatos temperamentales que le tipificaron en los últimos años de su mandato, cometió un grave error de elemental educación al insultar a unos productores a quienes formalmente había invitado a su casa (la de Los Pinos) y, en consecuencia, echándolos verbalmente de la industria por su “renuencia a producir”, poniendo en marcha una estatización que en realidad no llegó a mucho (tan sólo a la adquisición por parte del estado de la empresa distribuidora en quiebra Películas Mexicanas). Resentidos, llamándose las víctimas, los productores privados se agazaparon a la espera del nuevo sexenio, con la esperanza de que en él las cosas volvieran a ser como antes. La historia demostraría que no andaban descaminados del todo en sus expectativas”. (Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 155 – 158(Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 170 – 173)
Las obras más “fuertes” del período echeverrista fueron producto de la apertura y la permisividad. En 1974 René Cardona Jr. estrenó «El valle de los miserables», donde las violaciones y la tortura a la que sometió a sus personajes comenzaron a alertar a críticos y funcionarios sobre el camino que, desafortunadamente, tomaría nuestro cine. Prosiguió una cinta cuyo éxito mundial rebasó las expectativas de propios y extraños, «Supervivientes de los Andes», dirigida por René Cardona en 1975, basada en los trágicos e inverosímiles acontecimientos vividos por un grupo de jóvenes chilenos que permanecieron 72 días atrapados en la cumbre de esta cadena montañosa luego de que su avión se estrellara debido a las malas condiciones climáticas. Por su parte, Felipe Cazals aprovechó estas condiciones para filmar tres de sus obras más representativas, «El apando», «Las poquianchis» y «Canoa», siendo ésta última censurada por el gobierno por su excesiva violencia y por estar involucrada la integridad física y moral de algunos de los personajes reales en quien está basada.
“Tal vez «Canoa», de Felipe Cazals, sea la película más representativa de la época echeverrista. Fue una coproducción de trabajadores y estado sobre el primer guión surgido del Taller de Escritores, obra de Tomás Pérez Turrent que fue ampliamente analizada, comentada y discutida, en forma colectiva, antes de presentarse para su realización. El libreto, escrito por persona empapada de todas las corrientes de avanzada fílmica en el mundo, mezclaba con inteligencia y habilidad la ficción y el documento, la dramatización y la desdramatización, la concernencia y el distanciamiento. Filmada en 1975, la cinta comenta y recrea los trágicos sucesos acaecidos una noche de septiembre de 1968 en San Miguel Canoa, localidad del municipio de Puebla, situada a doce kilómetros de la ciudad del mismo nombre y muy cerca de la elevación montañosa conocida como Malintzin o La Malinche. Eran los tiempos del movimiento estudiantil: No queremos Olimpiada, queremos Revolución…”.
“Y los medios informativos (prensa, radio, televisión y púlpito) forzados por el gobierno o de propia cuenta, pues de todo hubo, se lanzaban entonces a fomentar la histeria anticomunista, a desprestigiar a los jóvenes y a sembrar la insidia en contra de los inconformes. En la ciudad de México, donde la magnitud y fuerza del movimiento eran tan enormes que impedían en la práctica la contra información oficial, la orquestación programada de la mentira sólo encontraba eco en el desahogo oral de la momiza y en los grupitos ultramontanos, pero en la provincia, y en espacial en las pequeñas aldeas que aún duermen el sueño de una raza vencida por Hernán Cortés, la demonización de los estudiantes funcionó como una válvula de escape para frustraciones de otro signo (las que tienen que ver con la injusticia social) y el campo quedó abonado para la cacería de brujas. La hoguera se prendió en Canoa. Un grupo de jóvenes empleados de la Universidad de Puebla llegó a la aldea, en plan de excursión y con el deportivo propósito de escalar la montaña cercana, pero la lluvia les obligó a pasar la noche en los confines del pueblo. Quizá sea bueno recordar sus nombres: Ramón Calvario Gutiérrez, Miguel Flores Cruz, Julián González Báez, Jesús Carrillo Sánchez y Roberto Rojano Gutiérrez. La desconfianza natural hacia los fuereños, los complejos aflorados por el alcohol, el avivamiento de las bajas pasiones por la camarilla torva que nunca falta en los pueblos, el despertar de los fantasmas del sexo reprimido, el azuzamiento de un guía espiritual sobreviviente de la inquisición española y sobre todo el clima de alarma e histeria fomentado por la propaganda gubernamental en una comunidad semi analfabeta, todo revuelto y todo junto incidió para que el rencor colectivo estallara en forma de linchamiento. Las víctimas inocentes, los chivos expiatorios de una política de odio y represión decretada desde la soledad de su palacio por Gustavo Díaz Ordaz, los jóvenes empleados universitarios que pretendían ascender el volcán de La Malinche, adquirieron para los lugareños de Canoa el rostro de los demonios del sistema: los estudiantes, los comunistas, los que vienen a violar a nuestras mujeres y a robar a nuestros hijos para enviarlos a Moscú. ¡Había que acabar con ellos! La extraordinaria película de Felipe Cazals nos lleva a compartir casi visceralmente su terrorífica pesadilla”.
“Lo que se había planteado y buscado con «El jardín de la tía Isabel», el arribo a un cine de calidad que asumiera su condición pensante y su naturaleza critica se daba por fin plenamente en «Canoa». En las páginas del diario “Esto”, yo mismo escribiría por ese entonces (24 de marzo de 1976): ¿Qué mejor conquista que la de haber superado estructuras narrativas e ideológicas como las que el tradicional churro mexicano hizo famosos desde sus inicios? «Canoa» es terreno ganado. Ya no se puede dar marcha atrás. Y añadía cuatro días después en “El Nacional”: Rodolfo Echeverría debe estar orgulloso de esta película. Ella dice más que mil discursos sobre los resultados positivos de su labor al frente del Banco Nacional Cinematográfico. Evidentemente, la renovación de nuestra industria fílmica, después de todo, no ha sido una llamarada de petate. «Canoa» es la prueba. Meses atrás, cuando se estrenó la película en la Muestra Internacional de Cine, ya había dado mi primera impresión (“Esto”, 9 de diciembre de 1975): Tengo para mí a «Canoa» como una película de terror. Como una gran película de terror, para ser exactos. «Canoa» es un viaje hacia el fin de la noche. Esto sigue aún ahora siendo cierto. El filme de Cazals es de angustia o de miedo creciente para el espectador, pues el relato va cobrando una fuerza expresiva impresionante según avanza la acción. Las secuencias del linchamiento son magistrales por la sobriedad y el vigor con que están concebidas y realizadas. El crescendo sobrecogedor que nos conduce hacia el fondo del horror es en verdad alucinante”.
“«Canoa»no es cine digestivo. Tampoco es academia ni buen gusto. Podríamos incluso buscar su definición por lo que la película no es. En efecto, «Canoa» no presenta una realidad rural bucólica, con charritos vestidos de mariachis, ni una realidad indígena de rostros inmóviles con fondo de nopales y pirámides. Su sacerdote católico no es ni Domingo Soler ni Cantinflas ni el Arturo de Córdova de «La ciudad de los niños». No es un cura canonizable. Es simple y sencillamente un sinvergüenza que manipula el fanatismo religioso en su provecho particular. En el drama de San Miguel canoa, sin embargo, no es imperioso buscar un culpable individual. El párroco que instiga al linchamiento (Enrique Meza Pérez en la vida real) es cuando mucho un villano circunstancial. El verdadero culpable, según se desprende de una lectura atenta del filme de Cazals, es la situación de desamparo y miseria en que está inmersa la aldea del drama, un lamentable estado de cosas que no es privativo de ningún punto geográfico específico, sino del país entero. Canoa es México. «Canoa», el filme, es también una alegoría de Tlatelolco. La matanza del 2 de octubre de 1968 encuentra un equivalente simbólico en el linchamiento poblano. La atmósfera de represión política es la misma, la sangre derramada también juvenil, la gratuidad del crimen se antoja en ambos casos monstruosa, el rencor y la intolerancia comparten idéntico origen y las invocaciones a la bondad de Dios del sacerdote hipócrita se hermanan con la mano falazmente extendida del presidente represor, fingimiento que en su momento recibió de los jóvenes esta respuesta contundente: La prueba de la parafina a la mano tendida. El cine mexicano despegaba… no tardarían en hacerlo aterrizar”. (Sánchez, Francisco; Luz en la oscuridad: crónica del cine mexicano 1896-2002; CONACULTA; México; 2002; p.p. 170 – 173)
Como legado de la administración de Rodolfo Echeverría, éstas son algunas de las cintas realizadas durante su gestión: «El principio», de Gonzalo Martínez Ortega; «Chac, el dios de la lluvia», de Rolando Klein; «La choca», de Emilio “Indio” Fernández; «El encuentro de un hombre solo», «Muñeca reina», «La casa del sur» y «Coronación», de Sergio Olhovich; «Fox trot» y «El santo oficio», de Arturo Ripstein; «El señor de Osanto» y «Matinée», de Jaime Humberto Hermosillo; «María», de Tito Davison; «Los cachorros» y «Los albañiles», de Jorge Fons; «Los días del amor», «El rincón de las vírgenes», «Tívoli» y «Cuartelazo», de Alberto Isaac; «Mecánica nacional», «Presagio», y «Las fuerzas vivas», de Luís Alcoriza; «Cayó de la gloria el diablo» y «El profeta Mimí», de José Estrada; «Lo mejor de Teresa», de Alberto Bojórquez; «La otra virginidad», «La vida cambia» y «El mar», de Juan Manuel Torres; «Ángeles y querubines», «Auandar Anapu» y «Pafnucio santo», de Rafael Corkidi; «Vals sin fin», de Rubén Broido; «A partir de cero», de Carlos Belaunzarán; «Caminando pasos, caminando», de Federico Weingartshofer; «El esperado amor desesperado», «Estas ruinas que ves» y «La casta divina», de Julián Pastor; «El hombre de la media luna», de José Bolaños; «Cascabel», de Raúl Araiza; «Calzonzin inspector», de Alfonso Arau; «La mansión de la locura», de Juan López Moctezuma; «Chin Chin el teporocho», de Gabriel Retes; «El cambio», de Alfredo Joskowicz; «Tómalo como quieras» y «Derrota», de Carlos González Morante; «Fantoche», de Jorge de la Rosa; «Renuncia por motivos de alud», de Rafael Baledón; «Los perros de Dios», de Francisco Del Villar; «Indio y cuchillo», de Rodolfo De Anda; «Pasajeros en tránsito», de Jaime Casillas; «Canoa», «El apando» y «Las poquianchis» de Felipe Cazals.
El camino de la violencia visual y sexual ya estaba abierto, los críticos ya habían alertado sobre esta situación, y de nuevo, los resentidos con el régimen se pronunciaban en contra del “horror” en que se había caído. Sin embargo, el verdadero terror cinematográfico llegaría con el cambio de sexenio.
La visión “lópezportillista” del cine mexicano: Margarita López Portillo; una gestión desastrosa.
En 1976 la escritora y Presidente de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, Josefina Vicens, declaraba: “Estamos seguros de que si el sufragio favorece al licenciado José López Portillo, admirador entusiasta de usted y de la forma en que ha regido al país, su obra será continuada, complementada, perfeccionada, pero nunca interrumpida ni truncada”; y así, bajo este augurio, en diciembre de ese mismo año el licenciado López Portillo resultó electo presidente habiendo sido candidato único y con votos de apenas el 68 por ciento del total de empadronados.
Al tomar el poder definió la situación del país de la siguiente manera: inflación complicada con recesión y desempleo. La política de su gobierno sería la de trabajar organizadamente conforme a nuestro propio modelo convocando a la alianza para la producción, que conciliaría los objetivos del desarrollo con las demandas específicas de la economía.
Esta estrategia constaba de tres etapas: recuperación, consolidación y crecimiento acelerado.
Esto consistía primeramente en transferir a los gobiernos locales la ejecución de obras en su comunidad y en una reforma administrativa para hacer más eficaces las instituciones, así como otra política para dar mayores opciones de participación a las diferentes corrientes ideológicas. La meta principal de la estrategia gubernamental era ensanchar las oportunidades de empleo con exportaciones permanentes cuyos recursos se utilizarían en el desarrollo de empresas. Se confiaba en que los beneficios sacarían al país de la crisis.
Con este panorama, el presidente decidió prolongar la tradición familiar dejada por Echeverría y decidió nombrar a su hermana, la escritora Margarita López Portillo como la nueva estratega de nuestro cine, al colocarla al frente de la Dirección de Radio, Televisión y Cinematografía, un organismo gubernamental de reciente creación. Así, el
27 de enero de 1977, la hermana del primer mandatario declaraba: “Respeto absoluto a la libertad de expresión en el cine, y luchar porque a través de éste se logre el acercamiento familiar en nuestro medio; total repudio contra el cine vulgar cuyo contenido pueda lesionar las costumbres y la moral de nuestro pueblo”. Desgraciadamente la realidad fue otra, ya que el cine barato y viciado, el “cine de ficheras”, sería el tono particular del “lópezportillismo”.
“Cuando en 1977 la señora Margarita López Portillo se hizo cargo de la recién creada Dirección General de Radio, Televisión y Cinematografía (R.T.C.), un organismo dependiente de la Secretaría de Gobernación, se inició una nueva reorientación de la industria cinematográfica, pero esta vez guiada hacia el retiro del Estado de la producción según las directivas del Fondo Monetario Internacional. Fue además una reordenación basada en el desconocimiento, la desconfianza y la torpeza. A su propia ignorancia del medio y sus problemas la directora de R.T.C. sumó la de asesores particularmente ajenos al cine. Uno de ellos era su médico” (Viñas, Moisés; Historia del cine mexicano; UNAM-UNESCO; México, 1987; p. 275).
La gestión de Margarita López Portillo, apodada “la pésima musa” fue desastrosa; rodeada de consejeros culturales con una idea del cine particularmente inculta y atrasada, la directora de R.T.C. dio por segura la incompetencia de los nuevos realizadores mexicanos. Entre otras cosas intentó propiciar un retorno a la llamada “época de oro” y a un cine familiar de clase media que ya no iba con los tiempos que se vivían; también creyó en la salvación del cine nacional invitando a realizadores extranjeros de la talla de Carlos Saura y Serguei Bondarchuk a filmar en el país, situación que obstaculizaba las carreras de los mejores cineastas del cine nacional.
Al iniciarse el sexenio fue liquidada la compañía CONACITE 1, y a finales de 1978 la directora de R.T.C. anunció su propósito de liquidar también el Banco Nacional Cinematográfico. Esto último no lo consiguió; sin embargo, el Banco dejó de ser la fuente de crédito del cine mexicano. En consecuencia los productores privados procuraron el financiamiento de sus películas acudiendo a un viejo recurso: los anticipos por exhibición.
Esta medida favoreció el llamado “cine pirata” y, en general al muy barato y vulgar con el que se quiso satisfacer la demanda del público hispanohablante de los Estados Unidos.
Para hacer aún más desastroso este sexenio, dos acontecimientos siniestros contribuyeron al hundimiento del cine nacional: en 1979 los intereses creados que guiaban en gran medida el desempeño de R.T.C. acusaron de un fraude por 4,500 millones de pesos a varios funcionarios del cine; eso costó cárcel y maltratos a los inculpados, pese a que el fraude no se probó: de 4,500 millones pasó a ser de 50, después de 5 y al final nada se aclaró.
Por otro lado, el 24 de marzo de 1982 un incendio provocado al parecer por descuidos imperdonables, dejó en ruinas el edificio ocupado por la Dirección de Cinematografía y la Cineteca Nacional junto a los estudios Churubusco, con pérdidas invaluables de vidas humanas, películas y documentos.
“La prensa del país resumió en una palabra la causa del incendio que consumió a la Cineteca Nacional el miércoles 24 de marzo de 1982: negligencia. A raíz de esta tragedia, según la versión oficial, murieron 36 personas. Extraoficialmente se dijo que fueron más de sesenta y nadie se responsabilizó. Margarita López Portillo declaró que el incendio se debió a que la Cineteca fue construida ‘arriba de un arsenal’; las viejas películas, elaboradas con nitrato de plata, que debieron haberse conservado en almacenes especiales de los estudios Churubusco se acumularon hasta saturar una de las seis bóvedas disponibles para películas de acetato, que no son inflamables ni explosivas. La versión de la Dirección General de Policía y Tránsito era que un corto circuito había hecho estallar quince litros de nitrato de plata. Por otra parte, la inspección del sistema de aire acondicionado, hasta que llegó Jorge Durán Chávez a la dirección de Cinematografía, había sido una labor cotidiana; los desperfectos se arreglaban al instante, sólo que Durán Chávez despidió al equipo de mantenimiento.
En las 72 horas previas al incendio, el calor era palpable en las oficinas, en el Salón Rojo y en las bóvedas, que necesitaban temperaturas inferiores a los 10º C. La hipótesis nunca fue desmentida: una falla en el aire acondicionado causó el desastre en forma natural. Los llamados de alerta hechos con insistencia desde 1978 se dieron de frente con la sordera de la directora de R.T.C., quien al exculparse la noche del siniestro aseguró que había pedido a las altas autoridades 25 millones de pesos, que nunca le dieron, para bóvedas aislantes del ‘peligrosísimo material’ acumulado en la Cineteca, institución a su cargo y a sus órdenes” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997. p.p. 56 - 57)
El cine mexicano se encontraba estancado en la peor etapa de su historia.
“El fantasma de la Cineteca”
Armando Ponce
Revista “Proceso”
Director Rafael Rodríguez Castañeda
Edición Especial Nº 17. “The mexican Hollywood”
Septiembre 2005
La imprevisión y la negligencia, publicó Proceso el 29 de marzo de 1982, fueron las causas fundamentales del incendio que cinco días atrás consumieron el edificio de la Cineteca Nacional y acabaron con una parte sustancial del acervo fílmico del país.: sólo para 1978 se consignaba en el resumen de la institución la cifra de unos 5 mil filmes.
La noche del incendio, la directora de Radio, Televisión y Cinematografía (RTC). Margarita López Portillo, hermana del Presidente de la República, José López Portillo, lloró ante las cámaras de televisión y acusó: “varias veces, a las altas autoridades, les pedí que me dieran el presupuesto para hacer las bóvedas aislantes de ese peligrosísimo material de nitrato. Lamentablemente los tiempos se pusieron difíciles, no se entendió el peligro tan grave de esto y no me dieron presupuesto. La última vez que se me negó fue hace dos meses. Yo sabía, como digo, el peligro que había; así que para mí es doblemente doloroso: se pudo evitar y no se evitó”.
Eran los días de una devaluación que, como la del sexenio de Luís Echeverría, ocurría en el año final de ese gobierno.
El crítico e historiador de cine, Emilio García Riera, ya fallecido, pidió públicamente la renuncia de Margarita López Portillo, un hecho sin precedentes. Y para el 5 de abril de 1982, el reportero Miguel Cabildo (Proceso, 283) ofrecía testimonios de sobrevivientes desmintiendo las cifras oficiales y daba cuenta de un desplegado que se preparaba, hasta entonces, con 330 firmas de protesta recabadas entre los más destacados intelectuales y artistas del país.
En esa misma fecha, en su columna de cine titulada “Las ruinas del cine mexicano”, escribió Héctor Rivera: “todos temíamos, desde hace varios años, que la Cineteca Nacional no sobreviviera la acción incongruente del sexenio en materia cinematográfica. Pero nadie nunca se imaginó que un incendio destruiría el acervo fílmico atesorado, concretaría nuestros temores y nos colocaría de nuevo frente a frente con una realidad que ya no puede seguir. El incendio de la Cineteca Nacional es un trágico suceso de dimensiones históricas, y en esta medida hay que afrontarlo, para acabar con la mezcla de esperanza y pesadumbre que han generado los errores del gobierno, que acumulan y enfilan hacia el futuro las críticas, las protestas, los proyectos y hasta las venganzas”
Un año después, la reportera Susana Cato y el escritor y subdirector del semanario, Vicente Leñero, el fotógrafo Juan Miranda y este reportero visitaron los terrenos de la Cineteca –Calzada de Tlalpan y Churubusco-. La narración de Cato, publicada en el número 334 de Proceso, recoge una historia de terror metafórico: “un fantasma recorre la Cineteca, o, mejor dicho, lo que de ella queda. En la oscuridad de la noche se escuchan llantos y lamentos. De una mujer vestida de rojo, dicen. Y en las mañanas, muy temprano, gritos de mujer y música de flautas sin origen”.
“Cuando una tarde, a fines del año pasado, fue encontrado muerto de un paro cardiaco el velador de la Cineteca Nacional, devastada con casi la totalidad de su acervo fílmico por un descomunal incendio al anochecer del 24 de marzo de 1982, quienes no creían en fantasmas comenzaron a dudar: algunas horas antes, el cuidador –siempre con la pistola al cinto y cara de pocos amigos- había comentado aterrorizado que ‘la señora de negro’ se le había aparecido otra vez. Allí quedó su silla vacía entre los escombros y una cruz pintada por sus familiares en la rotonda de una palmera. Algo extraño sucedía realmente en el edificio chamuscado. Para diciembre, al terminar el sexenio lopezportillista y la gestión de Margarita López Portillo al frente de Radio, Televisión y Cinematografía (RTC), ya no había dudas”.
“La Cineteca le ganó a Margarita López Portillo, se resistió hasta el final”, comentó por aquellas fechas un empleado del Centro de Capacitación Cinematográfica, la escuela de cine que, ubicada frente a la Cineteca, perdió el día del incendio sólo unos vidrios. Como había perdido a su contador, a raíz de la persecución policíaca desatada contra los cineastas hacia agosto de 1979 por la entonces directora de RTC. Todo porque ésta había prometido poner la primera piedra de la nueva Cineteca antes de abandonar el supremo cargo. Y se fue sin ponerla.
“Dicen también que los demoledores trabajaron de noche porque aún había muchos cadáveres bajo los escombros. Y que la mujer llorosa y gimiente busca ahí a sus familiares incinerados, desaparecidos. Que sólo fueron ocho los muertos, se asentó en el dictamen oficial de las autoridades; nunca podría saberse cuantos… en el estacionamiento quedaron cinco o seis coches que nadie reclamó. Ahora el terreno está casi limpio: quedan algunas piedras, restos de películas, pedazos de alfombra, hierros retorcidos. Y los transeúntes ya no voltean”.
“En un cine de Turín, Italia, fueron 64 las víctimas, muchos jóvenes, algunas familias completas. Eran las 18:15 del pasado 13 de febrero cuando estalló el fuego inexplicado, cuando apareció puntual el fantasma mexicano allá. Casi a la misma hora en que se inició el incendio en la Cineteca nacional que le dio origen. En este cine había 300 personas. Se exhibía «La cabra», la coproducción franco mexicana que, según Margarita López Portillo, pondría muy en alto el nombre de nuestro país, que mostraría al mundo la nueva imagen de nuestro cine”.
“Antes, camiones y guaruras cuidaban que nadie se acercara a la perdida Cineteca Nacional”; ahora, dicen, “la Cineteca tiene sus propios e invisibles vigilantes”.
Y con dos latas de película achicharradas que recogió entre los escombros, Vicente Leñero aumentó el acervo del Museo del Horror, que él mismo creó en una vitrina de la revista, al lado de documentos donde se demostraban los chantajes de los centenarios de “el negro Durazo” –jefe de la policía-, boletas electorales quemadas; en fin, testimonios de la desgracia nacional que los reporteros iban recogiendo en sus trabajos, como ocurriría más tarde con objetos del terremoto de 1985 en la Ciudad de México cuando, como en el incendio de la Cineteca, la población se divorció de las autoridades.
En 1976 la escritora y Presidente de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, Josefina Vicens, declaraba: “Estamos seguros de que si el sufragio favorece al licenciado José López Portillo, admirador entusiasta de usted y de la forma en que ha regido al país, su obra será continuada, complementada, perfeccionada, pero nunca interrumpida ni truncada”; y así, bajo este augurio, en diciembre de ese mismo año el licenciado López Portillo resultó electo presidente habiendo sido candidato único y con votos de apenas el 68 por ciento del total de empadronados.
Al tomar el poder definió la situación del país de la siguiente manera: inflación complicada con recesión y desempleo. La política de su gobierno sería la de trabajar organizadamente conforme a nuestro propio modelo convocando a la alianza para la producción, que conciliaría los objetivos del desarrollo con las demandas específicas de la economía.
Esta estrategia constaba de tres etapas: recuperación, consolidación y crecimiento acelerado.
Esto consistía primeramente en transferir a los gobiernos locales la ejecución de obras en su comunidad y en una reforma administrativa para hacer más eficaces las instituciones, así como otra política para dar mayores opciones de participación a las diferentes corrientes ideológicas. La meta principal de la estrategia gubernamental era ensanchar las oportunidades de empleo con exportaciones permanentes cuyos recursos se utilizarían en el desarrollo de empresas. Se confiaba en que los beneficios sacarían al país de la crisis.
Con este panorama, el presidente decidió prolongar la tradición familiar dejada por Echeverría y decidió nombrar a su hermana, la escritora Margarita López Portillo como la nueva estratega de nuestro cine, al colocarla al frente de la Dirección de Radio, Televisión y Cinematografía, un organismo gubernamental de reciente creación. Así, el
27 de enero de 1977, la hermana del primer mandatario declaraba: “Respeto absoluto a la libertad de expresión en el cine, y luchar porque a través de éste se logre el acercamiento familiar en nuestro medio; total repudio contra el cine vulgar cuyo contenido pueda lesionar las costumbres y la moral de nuestro pueblo”. Desgraciadamente la realidad fue otra, ya que el cine barato y viciado, el “cine de ficheras”, sería el tono particular del “lópezportillismo”.
“Cuando en 1977 la señora Margarita López Portillo se hizo cargo de la recién creada Dirección General de Radio, Televisión y Cinematografía (R.T.C.), un organismo dependiente de la Secretaría de Gobernación, se inició una nueva reorientación de la industria cinematográfica, pero esta vez guiada hacia el retiro del Estado de la producción según las directivas del Fondo Monetario Internacional. Fue además una reordenación basada en el desconocimiento, la desconfianza y la torpeza. A su propia ignorancia del medio y sus problemas la directora de R.T.C. sumó la de asesores particularmente ajenos al cine. Uno de ellos era su médico” (Viñas, Moisés; Historia del cine mexicano; UNAM-UNESCO; México, 1987; p. 275).
La gestión de Margarita López Portillo, apodada “la pésima musa” fue desastrosa; rodeada de consejeros culturales con una idea del cine particularmente inculta y atrasada, la directora de R.T.C. dio por segura la incompetencia de los nuevos realizadores mexicanos. Entre otras cosas intentó propiciar un retorno a la llamada “época de oro” y a un cine familiar de clase media que ya no iba con los tiempos que se vivían; también creyó en la salvación del cine nacional invitando a realizadores extranjeros de la talla de Carlos Saura y Serguei Bondarchuk a filmar en el país, situación que obstaculizaba las carreras de los mejores cineastas del cine nacional.
Al iniciarse el sexenio fue liquidada la compañía CONACITE 1, y a finales de 1978 la directora de R.T.C. anunció su propósito de liquidar también el Banco Nacional Cinematográfico. Esto último no lo consiguió; sin embargo, el Banco dejó de ser la fuente de crédito del cine mexicano. En consecuencia los productores privados procuraron el financiamiento de sus películas acudiendo a un viejo recurso: los anticipos por exhibición.
Esta medida favoreció el llamado “cine pirata” y, en general al muy barato y vulgar con el que se quiso satisfacer la demanda del público hispanohablante de los Estados Unidos.
Para hacer aún más desastroso este sexenio, dos acontecimientos siniestros contribuyeron al hundimiento del cine nacional: en 1979 los intereses creados que guiaban en gran medida el desempeño de R.T.C. acusaron de un fraude por 4,500 millones de pesos a varios funcionarios del cine; eso costó cárcel y maltratos a los inculpados, pese a que el fraude no se probó: de 4,500 millones pasó a ser de 50, después de 5 y al final nada se aclaró.
Por otro lado, el 24 de marzo de 1982 un incendio provocado al parecer por descuidos imperdonables, dejó en ruinas el edificio ocupado por la Dirección de Cinematografía y la Cineteca Nacional junto a los estudios Churubusco, con pérdidas invaluables de vidas humanas, películas y documentos.
“La prensa del país resumió en una palabra la causa del incendio que consumió a la Cineteca Nacional el miércoles 24 de marzo de 1982: negligencia. A raíz de esta tragedia, según la versión oficial, murieron 36 personas. Extraoficialmente se dijo que fueron más de sesenta y nadie se responsabilizó. Margarita López Portillo declaró que el incendio se debió a que la Cineteca fue construida ‘arriba de un arsenal’; las viejas películas, elaboradas con nitrato de plata, que debieron haberse conservado en almacenes especiales de los estudios Churubusco se acumularon hasta saturar una de las seis bóvedas disponibles para películas de acetato, que no son inflamables ni explosivas. La versión de la Dirección General de Policía y Tránsito era que un corto circuito había hecho estallar quince litros de nitrato de plata. Por otra parte, la inspección del sistema de aire acondicionado, hasta que llegó Jorge Durán Chávez a la dirección de Cinematografía, había sido una labor cotidiana; los desperfectos se arreglaban al instante, sólo que Durán Chávez despidió al equipo de mantenimiento.
En las 72 horas previas al incendio, el calor era palpable en las oficinas, en el Salón Rojo y en las bóvedas, que necesitaban temperaturas inferiores a los 10º C. La hipótesis nunca fue desmentida: una falla en el aire acondicionado causó el desastre en forma natural. Los llamados de alerta hechos con insistencia desde 1978 se dieron de frente con la sordera de la directora de R.T.C., quien al exculparse la noche del siniestro aseguró que había pedido a las altas autoridades 25 millones de pesos, que nunca le dieron, para bóvedas aislantes del ‘peligrosísimo material’ acumulado en la Cineteca, institución a su cargo y a sus órdenes” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997. p.p. 56 - 57)
El cine mexicano se encontraba estancado en la peor etapa de su historia.
“El fantasma de la Cineteca”
Armando Ponce
Revista “Proceso”
Director Rafael Rodríguez Castañeda
Edición Especial Nº 17. “The mexican Hollywood”
Septiembre 2005
La imprevisión y la negligencia, publicó Proceso el 29 de marzo de 1982, fueron las causas fundamentales del incendio que cinco días atrás consumieron el edificio de la Cineteca Nacional y acabaron con una parte sustancial del acervo fílmico del país.: sólo para 1978 se consignaba en el resumen de la institución la cifra de unos 5 mil filmes.
La noche del incendio, la directora de Radio, Televisión y Cinematografía (RTC). Margarita López Portillo, hermana del Presidente de la República, José López Portillo, lloró ante las cámaras de televisión y acusó: “varias veces, a las altas autoridades, les pedí que me dieran el presupuesto para hacer las bóvedas aislantes de ese peligrosísimo material de nitrato. Lamentablemente los tiempos se pusieron difíciles, no se entendió el peligro tan grave de esto y no me dieron presupuesto. La última vez que se me negó fue hace dos meses. Yo sabía, como digo, el peligro que había; así que para mí es doblemente doloroso: se pudo evitar y no se evitó”.
Eran los días de una devaluación que, como la del sexenio de Luís Echeverría, ocurría en el año final de ese gobierno.
El crítico e historiador de cine, Emilio García Riera, ya fallecido, pidió públicamente la renuncia de Margarita López Portillo, un hecho sin precedentes. Y para el 5 de abril de 1982, el reportero Miguel Cabildo (Proceso, 283) ofrecía testimonios de sobrevivientes desmintiendo las cifras oficiales y daba cuenta de un desplegado que se preparaba, hasta entonces, con 330 firmas de protesta recabadas entre los más destacados intelectuales y artistas del país.
En esa misma fecha, en su columna de cine titulada “Las ruinas del cine mexicano”, escribió Héctor Rivera: “todos temíamos, desde hace varios años, que la Cineteca Nacional no sobreviviera la acción incongruente del sexenio en materia cinematográfica. Pero nadie nunca se imaginó que un incendio destruiría el acervo fílmico atesorado, concretaría nuestros temores y nos colocaría de nuevo frente a frente con una realidad que ya no puede seguir. El incendio de la Cineteca Nacional es un trágico suceso de dimensiones históricas, y en esta medida hay que afrontarlo, para acabar con la mezcla de esperanza y pesadumbre que han generado los errores del gobierno, que acumulan y enfilan hacia el futuro las críticas, las protestas, los proyectos y hasta las venganzas”
Un año después, la reportera Susana Cato y el escritor y subdirector del semanario, Vicente Leñero, el fotógrafo Juan Miranda y este reportero visitaron los terrenos de la Cineteca –Calzada de Tlalpan y Churubusco-. La narración de Cato, publicada en el número 334 de Proceso, recoge una historia de terror metafórico: “un fantasma recorre la Cineteca, o, mejor dicho, lo que de ella queda. En la oscuridad de la noche se escuchan llantos y lamentos. De una mujer vestida de rojo, dicen. Y en las mañanas, muy temprano, gritos de mujer y música de flautas sin origen”.
“Cuando una tarde, a fines del año pasado, fue encontrado muerto de un paro cardiaco el velador de la Cineteca Nacional, devastada con casi la totalidad de su acervo fílmico por un descomunal incendio al anochecer del 24 de marzo de 1982, quienes no creían en fantasmas comenzaron a dudar: algunas horas antes, el cuidador –siempre con la pistola al cinto y cara de pocos amigos- había comentado aterrorizado que ‘la señora de negro’ se le había aparecido otra vez. Allí quedó su silla vacía entre los escombros y una cruz pintada por sus familiares en la rotonda de una palmera. Algo extraño sucedía realmente en el edificio chamuscado. Para diciembre, al terminar el sexenio lopezportillista y la gestión de Margarita López Portillo al frente de Radio, Televisión y Cinematografía (RTC), ya no había dudas”.
“La Cineteca le ganó a Margarita López Portillo, se resistió hasta el final”, comentó por aquellas fechas un empleado del Centro de Capacitación Cinematográfica, la escuela de cine que, ubicada frente a la Cineteca, perdió el día del incendio sólo unos vidrios. Como había perdido a su contador, a raíz de la persecución policíaca desatada contra los cineastas hacia agosto de 1979 por la entonces directora de RTC. Todo porque ésta había prometido poner la primera piedra de la nueva Cineteca antes de abandonar el supremo cargo. Y se fue sin ponerla.
“Dicen también que los demoledores trabajaron de noche porque aún había muchos cadáveres bajo los escombros. Y que la mujer llorosa y gimiente busca ahí a sus familiares incinerados, desaparecidos. Que sólo fueron ocho los muertos, se asentó en el dictamen oficial de las autoridades; nunca podría saberse cuantos… en el estacionamiento quedaron cinco o seis coches que nadie reclamó. Ahora el terreno está casi limpio: quedan algunas piedras, restos de películas, pedazos de alfombra, hierros retorcidos. Y los transeúntes ya no voltean”.
“En un cine de Turín, Italia, fueron 64 las víctimas, muchos jóvenes, algunas familias completas. Eran las 18:15 del pasado 13 de febrero cuando estalló el fuego inexplicado, cuando apareció puntual el fantasma mexicano allá. Casi a la misma hora en que se inició el incendio en la Cineteca nacional que le dio origen. En este cine había 300 personas. Se exhibía «La cabra», la coproducción franco mexicana que, según Margarita López Portillo, pondría muy en alto el nombre de nuestro país, que mostraría al mundo la nueva imagen de nuestro cine”.
“Antes, camiones y guaruras cuidaban que nadie se acercara a la perdida Cineteca Nacional”; ahora, dicen, “la Cineteca tiene sus propios e invisibles vigilantes”.
Y con dos latas de película achicharradas que recogió entre los escombros, Vicente Leñero aumentó el acervo del Museo del Horror, que él mismo creó en una vitrina de la revista, al lado de documentos donde se demostraban los chantajes de los centenarios de “el negro Durazo” –jefe de la policía-, boletas electorales quemadas; en fin, testimonios de la desgracia nacional que los reporteros iban recogiendo en sus trabajos, como ocurriría más tarde con objetos del terremoto de 1985 en la Ciudad de México cuando, como en el incendio de la Cineteca, la población se divorció de las autoridades.
Una transición denigrante: de lo pornográfico a lo obsceno.
Curiosamente el cine prostibulario había dado lugar a uno de los pocos intentos serios de hacer cine en 1968, que fue la cinta de Luis Alcoriza «El oficio más antiguo del mundo», en la que por accidente un sacerdote se veía mezclado con las jóvenes de un burdel y provocaba confesiones dramáticas de cada una de ellas.
Se diría que este género ya no podía dar más después de tanto abuso que se hizo de él, y de hecho a partir de sus elementos menos valiosos como el lucimiento de las actrices en sus escenarios se fincó el último asidero de los productores privados: una serie que se conoce como “cine de ficheras”. “La productora Cinematográfica Calderón tomó la delantera a partir de «Bellas de noche» (Miguel M. Delgado, 1974), que estuvo 26 semanas en cartelera tras ser estrenada el 25 de septiembre de 1975. Luego vinieron sus secuelas: «Las ficheras / Bellas de noche II» (Miguel M. Delgado, 1976), «Noches de cabaret / Las reinas del talón» (1977), «Las cariñosas» (1978) y «Muñecas de medianoche» (1978), todas de Rafael Portillo; muchas sirvieron para convertir a Sasha Montenegro en la diva del género y para reivindicar la intocable figura de Isela Vega como gran devora hombres” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997. p. 51)
“El género resultó tan rentable, que incluso las productoras estatales incursionaron en él con ligeros intentos, sin desnudos y con tono existencialista, tales como «¡Oye Salomé!» (Miguel M. Delgado, 1978), producida por CONACINE, en la que Sasha Montenegro bailaba la muy de moda canción salsera del título, y «La vida difícil de una mujer fácil» (José María Fernández Unsaín, 1977), producida por CONACITE II, en la que se exponían su belleza y habilidad histriónica. Serían los años ochenta el momento climático de este tipo de películas, pero también el de su decadencia, una vez agotados sus esquemas carentes de trama argumental, sus historias con estructura melodramática ineficaz y, paradójicamente, sus desnudos” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997. p. 51)
Durante este sexenio los productores privados encontraron muy redituable la realización de un cine pornográfico y populachero que llegó a escandalizar, aunque de forma tardía a las mismas autoridades estatales culpables de su apogeo y proliferación.
En 1981 llegaron a realizarse cerca de 30 películas atenidas a la fórmula del “cine de ficheras”: prostitutas, desnudos, “palabrotas”, cabarets, barrio bajo, albures y burla de la homosexualidad. Este tipo de cine se cultivó cuidadosamente a lo largo de todo el sexenio, y algunos de sus títulos delataron claramente su naturaleza: «Las del talón» (Alejandro Galindo, 1977), «Noches de cabaret» (Rafael Portillo, 1977), «Picardía mexicana» (Abel Salazar, 1977), «Muñecas de medianoche» (Rafael Portillo, 1978), «Picardía mexicana II» (Rafael Villaseñor, 1980), «La pulquería» (Víctor Manuel Castro, 1980), «Sexo contra sexo» (Víctor Manuel Castro, 1980), «Burdel» (Ismael Rodríguez, 1981), «La pulquería II» (Víctor Manuel Castro, 1981), «Los mexicanos calientes» (Gilberto Martínez Solares, 1981), «Escuela de placer» (René Cardona Jr., 1981).
Una película del mismo estilo titulada «El día del compadre» (René Cardona, 1981) alarmó a la censura que “supuestamente” no había reparado en las muchas anteriores y parecidas. De cualquier manera esta cinta fue estrenada en 1983, después de que en 1982 descendió la producción de cine abiertamente pornográfico y obsceno, quizá en previsión de lo que pudiera ocurrir con el nuevo cambio de gobierno.
Curiosamente el cine prostibulario había dado lugar a uno de los pocos intentos serios de hacer cine en 1968, que fue la cinta de Luis Alcoriza «El oficio más antiguo del mundo», en la que por accidente un sacerdote se veía mezclado con las jóvenes de un burdel y provocaba confesiones dramáticas de cada una de ellas.
Se diría que este género ya no podía dar más después de tanto abuso que se hizo de él, y de hecho a partir de sus elementos menos valiosos como el lucimiento de las actrices en sus escenarios se fincó el último asidero de los productores privados: una serie que se conoce como “cine de ficheras”. “La productora Cinematográfica Calderón tomó la delantera a partir de «Bellas de noche» (Miguel M. Delgado, 1974), que estuvo 26 semanas en cartelera tras ser estrenada el 25 de septiembre de 1975. Luego vinieron sus secuelas: «Las ficheras / Bellas de noche II» (Miguel M. Delgado, 1976), «Noches de cabaret / Las reinas del talón» (1977), «Las cariñosas» (1978) y «Muñecas de medianoche» (1978), todas de Rafael Portillo; muchas sirvieron para convertir a Sasha Montenegro en la diva del género y para reivindicar la intocable figura de Isela Vega como gran devora hombres” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997. p. 51)
“El género resultó tan rentable, que incluso las productoras estatales incursionaron en él con ligeros intentos, sin desnudos y con tono existencialista, tales como «¡Oye Salomé!» (Miguel M. Delgado, 1978), producida por CONACINE, en la que Sasha Montenegro bailaba la muy de moda canción salsera del título, y «La vida difícil de una mujer fácil» (José María Fernández Unsaín, 1977), producida por CONACITE II, en la que se exponían su belleza y habilidad histriónica. Serían los años ochenta el momento climático de este tipo de películas, pero también el de su decadencia, una vez agotados sus esquemas carentes de trama argumental, sus historias con estructura melodramática ineficaz y, paradójicamente, sus desnudos” (García, Gustavo; Coria, José Felipe; Nuevo cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997. p. 51)
Durante este sexenio los productores privados encontraron muy redituable la realización de un cine pornográfico y populachero que llegó a escandalizar, aunque de forma tardía a las mismas autoridades estatales culpables de su apogeo y proliferación.
En 1981 llegaron a realizarse cerca de 30 películas atenidas a la fórmula del “cine de ficheras”: prostitutas, desnudos, “palabrotas”, cabarets, barrio bajo, albures y burla de la homosexualidad. Este tipo de cine se cultivó cuidadosamente a lo largo de todo el sexenio, y algunos de sus títulos delataron claramente su naturaleza: «Las del talón» (Alejandro Galindo, 1977), «Noches de cabaret» (Rafael Portillo, 1977), «Picardía mexicana» (Abel Salazar, 1977), «Muñecas de medianoche» (Rafael Portillo, 1978), «Picardía mexicana II» (Rafael Villaseñor, 1980), «La pulquería» (Víctor Manuel Castro, 1980), «Sexo contra sexo» (Víctor Manuel Castro, 1980), «Burdel» (Ismael Rodríguez, 1981), «La pulquería II» (Víctor Manuel Castro, 1981), «Los mexicanos calientes» (Gilberto Martínez Solares, 1981), «Escuela de placer» (René Cardona Jr., 1981).
Una película del mismo estilo titulada «El día del compadre» (René Cardona, 1981) alarmó a la censura que “supuestamente” no había reparado en las muchas anteriores y parecidas. De cualquier manera esta cinta fue estrenada en 1983, después de que en 1982 descendió la producción de cine abiertamente pornográfico y obsceno, quizá en previsión de lo que pudiera ocurrir con el nuevo cambio de gobierno.
El ensueño del cine extranjero dentro de la producción fílmica nacional.
El cine mexicano al igual que la cinematografía de otros países no pudo resistirse al encanto de las coproducciones, además, y contradictoriamente a lo que sucedía con el apoyo del Estado a los directores del cine nacional, las compañías extranjeras aún veían en México bastantes posibilidades de aportación y creación dentro de la industria cinematográfica.
Como muestra, de 1960 a 1982 se realizaron aproximadamente 32 cintas bajo este rubro, siendo los países coproductores Estados Unidos, España, Francia, Italia, Cuba, Colombia, Guatemala, Perú, Chile, Nicaragua, la desaparecida U.R.S.S. (Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas) y Alemania.
Conozcamos ahora las cintas realizadas con cada país.
Coproducciones con Estados Unidos
Resultó llamativa la abundante participación norteamericana en el cine de la época. «El mal» (1965), fue dirigida por Gilberto Gascón y filmada totalmente a color en varios lugares de la provincia mexicana.
Para su realización el director se asoció con la Columbia Pictures, compañía norteamericana que ya había participado con anterioridad en la producción de películas nacionales, en especial las de Jesús Sotomayor, esto debido a la desconfianza de invertir en empresas del país y en previsión de recuperar lo invertido.
Esta cinta sigue el estilo de «Viento negro» (Servando González, 1964); en ella un médico alcohólico (Glenn Ford) es amenazado por la hidrofobia, y a la vez se enamora de una prostituta (Stella Stevens) de noble corazón; todo esto mientras se lleva a cabo la construcción de una carretera.
También realizaron películas en México dos directores de Hollywood: Samuel Fuller y Budd Boetticher, quien fuera maestro en el C.U.E.C. (como puede apreciarse, la escuela universitaria de cine poco a poco iba cobrando importancia y renombre, al grado de traer profesorado extranjero interesado en la enseñanza de la materia), que terminó en 1967 el documental taurino «Arruza», sobre el diestro mexicano del toreo. Por su parte Fuller dirigió «Nido de tiburones» (1967), cinta de aventuras con Burt Reynolds y Silvia Pinal.
Albert Zugsmith, productor norteamericano, dirigió en México la fantasía de horror «El cuarto chino» (1966), con Guillermo Murray y Elizabeth Campbell; y la parodia «El pistolero fantasma» (1967), con Troy Donahue.
Para este tipo de cintas (westerns), los productores aprovecharon las locaciones naturales del estado de Durango (zonas desérticas y pueblos fantasmas donde, según los lugareños, la iluminación durante la temporada de verano es la ideal por la brillantez del desierto y las condiciones naturales favorables que proporcionan un ahorro considerable a los productores en el renglón de iluminación), que alcanzó el reconocimiento en el ámbito internacional debido, en gran parte, a las cintas del oeste filmadas en el lugar.
Anthony Carras, por su parte, dirigió el melodrama «El hacedor de miedo» (1967), con Fernando Soler, Paul Picerni y Katty Jurado; cinta en donde el director aprovechó el gran talento de Soler, que es lo más destacable de
esta producción. Otro director norteamericano, Myron Gold, dirigió la cinta de aventuras «Temporada salvaje» (1968), con Ron Harper, Diane McBain y Víctor Buono.
En este tipo de cintas, los directores estadounidenses explotaban al máximo las facilidades que se les otorgaban para llevar a cabo su trabajo, por eso no es rara la gran participación de este país en la producción fílmica nacional. Todo se les otorgaba, no tenían más que pedir lo que necesitaban para que se les concediera. Si el cine nacional hubiera contado con ese apoyo y facilidades otra hubiera sido la historia.
Aprovechando la moda impuesta por la psicodelia, conocida a nivel mundial gracias al álbum de Los Beatles “Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band” y a la cinta del mismo grupo en dibujos animados «El submarino amarillo», Timothy Leary (presunto inventor del LSD) y Slavko Vorkapich, famoso especialista en montaje y trucos colaboraron con el director José María Fernández Unsaín (esposo de la actriz Jacqueline Andere) para la realización de la cinta de horror «Un largo viaje hacia la muerte» (1967), con Ignacio López Tarso, Fanny Cano, Jacqueline Andere y Miguel Ángel Álvarez.
En coproducción con CONACINE, el director Hall Bartlett realizó la cinta «Los hijos de Sánchez» (1978), sobre el famoso libro de Oscar Lewis. En esta cinta el director presenta un crudo y denigrante retrato acerca de la pobreza de la clase baja mexicana; encabezaron el reparto los actores Anthony Quinn, Dolores del Río (en su última película) y la jovencita Lucía Méndez.
Ese mismo año Alfredo Zacarías produjo, escribió y dirigió «Las abejas asesinas», con John Saxon, Ángel Tompkins y John Carradine. En esta cinta, Zacarías aprovechó la moda impuesta por el cine norteamericano de desastres («La aventura del Poseidón», «Infierno en la torre», «Terremoto», la serie «Aeropuerto») para llevar a cabo esta producción, que tendría una secuela en la cinta «El enjambre», con Richard Chamberlain. A diferencia de la primera, esta película es una realización completamente estadounidense.
En 1982, Juan López Moctezuma dirigió «Trampa nocturna», con el actor inglés Donald Pleasence y Angélica María, que interpreta a una mujer en dificultades para denunciar a su violador, un héroe de guerra.
Coproducciones con España
A través de la historia las relaciones culturales con este país siempre se han caracterizado por una amplia y mutua cooperación, por eso no resulta extraña la relación existente entre el cine español y el nacional.
El director mexicano Ismael Rodríguez se asoció con el productor Fernando de Fuentes hijo y con una firma española para dirigir en Berlín «El niño y el muro» (1964), película de reparto internacional encabezado por el actor francés Daniel Gélin, Yolanda Varela y el niño español Nino del Arco. En este melodrama se presenta de forma sumamente convencional un problema político de grandes proporciones: la construcción del muro de Berlín y la consecuente separación de las dos Alemanias. Todo es visto a través de los ojos de un niño que entabla amistad con una pequeña que vive al otro lado de la muralla cuando por accidente pierde la pelota con la que estaba jugando.
Otra coproducción con España filmada en nuestro país fue la comedia «Despedida de casada» (1966), del director español Juan de Orduña, con Anna Luisa Peluffo y Mauricio Garcés. Esta pícara comedia trató de aprovechar la fama del “play boy” maduro interpretado por Garcés. Sin embargo, la cinta no tuvo el éxito deseado, aunque no puede pasarse por alto el gran derroche de comicidad que presenta y los graciosos detalles captados por el director, en una trama bastante débil en donde la actuación del cómico mexicano es lo único rescatable.
Por su parte, antes de volver a España, el director vasco Antonio Eceiza dirigió «Complot mongol» (1977), con Pedro Armendáriz Jr., Ernesto Gómez Cruz y Blanca Guerra en una intriga policíaca y política.
Un año más tarde, el polémico escritor español Alberto Vázquez Figueroa dirigió en coproducción con su país la cinta «Oro rojo», que pretendía ser una película de denuncia política. Integraron el reparto Hugo Stiglitz y el español José Sacristán. En esta ambiciosa producción el escritor presenta una visión muy particular acerca del abuso y la explotación que se comete contra los nativos de una isla imaginaria del Caribe.
Por último, otro director de prestigio, Carlos Saura, dirigió en México por invitación de la directora de R.T.C., Margarita López Portillo (quien se encontraba convencida de que en nuestro país no existían cineastas de calidad) la coproducción con España y Francia «Antonieta» (1982). El escritor francés Jean-Claude Carriérre, colaborador de Luis Buñuel, escribió el argumento basado en la vida de la mexicana Antonieta Rivas Mercado, quien es interpretada por la bella actriz Isabelle Adjani.
Coproducciones con Francia
Si existe en el mundo una cinematografía más complaciente con los productores extranjeros, esa ha sido la industria fílmica mexicana. Mientras los creadores del cine nacional luchaban sin descanso por obtener un poco de apoyo, los cineastas extranjeros encontraban en México un campo abierto para llevar a cabo sus producciones. Francia no fue la excepción. En 1967 tres de sus directores filmaron coproducciones en México: Henri Verneuil «Los cañones de San Sebastián», con Anthony Quinn (por lo menos se encontraba un actor nacido en nuestro país en el papel estelar) como un bandido y falso cura del siglo XVII; José Giovanni «El rapaz», con Lino Ventura como un aventurero contratado para derrocar una dictadura en un país latinoamericano; complementaron el reparto de esta cinta los actores Charles Bronson, Anjannete Comer y Silvia Pinal.
Por último, en ese año Francois Reichenbach dirigió «Soy México», documental basado en un argumento de Carlos Fuentes prohibido en el país (por diferencias ideológicas con los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez); y en 1974 «¿No oyes ladrar a los perros?», cinta producida por CONACINE, Cinematográfica marco Polo y una firma francesa. Esta producción se basó en un cuento corto de Juan Rulfo adaptado por Carlos fuentes. Integraron el reparto, entre otros, Salvador Sánchez y el niño Ahuí Camacho.
Coproducciones con Italia
En 1972 en coproducción con el Estado y una firma italiana el director argentino Jorge Darnell realizó la cinta «Un camino», con locaciones en Nueva York, e interpretada por el español Fernando Rey, la norteamericana Mimsy Farmer y Sergio Jiménez, quien interpreta el papel principal de un joven pescador mexicano complicado con unos contrabandistas de indocumentados. En esta cinta, el director argentino muestra de forma sumamente veraz el problema de la migración y del abuso que sufren los inmigrantes al ser tratados como esclavos, coartando su libertad y sus derechos, siendo tratados como una mercancía.
El anteriormente mencionado Alberto Vázquez Figueroa, en coproducción con México, Italia y España dirigió en 1979 la cinta «Manaos», con Fabio Testi y Agostina Belli; la acción ocurría en el noreste brasileño, y al igual que «Oro rojo», pretendía ser una cinta de denuncia política. En esta ocasión el tema tratado es el de la explotación de los trabajadores en una plantación, los abusos por parte de los terratenientes y la precaria situación de vida de los obreros.
Coproducciones con Cuba
Como se comentó anteriormente, el régimen de Fidel castro cerró sus puertas a las cintas mexicanas, sin embargo, a pesar de la política castrista, en 1976 durante el gobierno de Luis Echeverría Álvarez, la amistad entre ambos mandatarios resultó evidente gracias al apoyo mutuo que los dos gobiernos proporcionaron al director vasco Antonio Eceiza, quien dirigió una coproducción con Cuba y México titulada «Mina, viento de libertad», cinta épica ambientada durante la guerra de independencia de México, con José Alonso como Javier Mina, Héctor Bonilla como Fray Servando Teresa de Mier, Pedro Armendáriz Jr., como Pedro Moreno y el actor cubano Sergio Corrieri encarnando a Joaquín Infante. La película resultó un gran éxito, tanto de taquilla como de crítica, y uno de sus intérpretes, Pedro Armendáriz Jr. se hizo merecedor al “Ariel” como mejor actor en 1976.
Para la cinta «El recurso del método» (1977) del director Miguel Littín, una coproducción de CONACINE con Francia y Cuba, fue adaptada la novela del cubano Alejo Carpentier por el propio Littín, el poeta mexicano Jaime Augusto Shelley y el francés Regis Debray; fotografió la cinta el argentino Ricardo Aronóvich. En esta cinta su director hace una crítica a las dictaduras en los países de Latinoamérica y a la opresión que provocan en su pueblo. Interpretó el papel principal el actor chileno Nelson Villagra, y complementaron el reparto la actriz mexicana Katty Jurado y el francés Alain Cuny.
Coproducciones con Colombia
En la década de los sesenta, como se ha visto hasta el momento, el cine mexicano realizó varias coproducciones; los cineastas del país buscaron en el extranjero las oportunidades que les negaba el cine nacional.
En Colombia, el director mexicano Julio Bracho dirigió la cinta «Cada voz lleva su angustia» en 1964, un melodrama rural interpretado por José Gálvez, adaptado de la novela de Jaime Ibáñez. En esta producción el director maneja con acierto a su grupo de actores y logra un retrato convincente acerca de la provincia colombiana (que en muchos aspectos no se distancia mucho de los paisajes rurales de nuestro país) bellamente retratada por la cámara de Gabriel Figueroa.
Y en 1971 fue filmada en el Valle del Cauca, donde ocurre la acción original de la novela de Jorge Isaac, la hermosa y romántica historia de «María», coproducida por la CLASA FILMS, dirigida por Tito Davidson, fotografiada excelentemente por Gabriel Figueroa e interpretada por la bellísima Taryn Power y Fernando Allende. Esta producción, bien realizada por Davidson, lanzó a la fama en el ámbito internacional al joven Allende, que realiza en esta cinta uno de sus trabajos más significativos al interpretar, de forma convincente, al joven estudiante de medicina que no puede realizar sus sueños al lado de la mujer que ama.
Como puede apreciarse, el cine mexicano pudo beneficiarse con estas realizaciones al encontrar fuentes de trabajo que, aunque efímeras, proporcionaron la oportunidad a muchos jóvenes talentos de lograr su proyección en el extranjero. Con los siguientes países sólo se realizó una coproducción, sin embargo vale la pena mencionarlas debido a la importancia que se le otorgaba al cine mexicano, a sus actores y a sus directores.
Coproducciones con Guatemala
Después de filmar en nuestro país la cinta «Pueblito», el director Emilio Fernández encontró una oportunidad de trabajo en el vecino país de Guatemala en donde dirigió su segunda y última película de esos años, «Paloma herida» (1962), sobre un argumento suyo adaptado, ni más ni menos, que por Juan Rulfo (como puede verse la crisis del cine nacional afectaba a los actores, directores, productores, guionistas y escritores). Al lado de Patricia Conde, Fernández interpretaba a un hombre desalmado en un medio rural y costeño, fotografiado de nueva cuenta por su amigo y ayudante inseparable, Gabriel Figueroa.
Coproducciones con Perú
Otro realizador mexicano que tuvo que emigrar al extranjero fue Carlos Enrique Taboada, que realizó en Perú, el bello y enigmático país andino «A la sombra del sol» (1965), con Álvaro Ortiz y Ofelia Montesco; es una cinta de aventuras con vistas impresionantes de Lima, el lago Titicaca, Cuzco (la ciudad imperial inca situada a mayor altura a nivel del mar en el mundo) y Machu - Pichu, la misteriosa e impresionante ciudad del imperio inca.
Coproducciones con Chile
Como consecuencia del brutal golpe de estado ocurrido en Chile en el cual fue asesinado el presidente de ideas socialistas Salvador Allende (amigo personal del presidente Luis Echeverría Álvarez), varios miembros de la cúpula intelectual de ese país tuvieron que abandonar su país por miedo a las represalias; una de estas personas fue el director Miguel Littín, que debutó en México presentando todo un alarde de cine épico en «Actas de Marusia» (1975). Para reconstruir en México la violenta represión militar de una huelga minera en el Chile de principios de siglo, Littín pudo contar incluso con el conocido actor italiano Gian María Volonté y con la música del famoso compositor griego Mikis Theodorakis, reconocido internacionalmente por haber compuesto el tema de la cinta «Zorba el griego».
El resultado fue completamente satisfactorio. Diana Bracho, Claudio Obregón, Eduardo López Rojas y Ernesto Gómez Cruz, entre otros, secundaron al actor italiano en este film que es una crítica directa al gobierno dictatorial impuesto por el general Augusto Pinochet.
Coproducciones con Nicaragua
En un plan más modesto y una vez aclimatado a nuestro país, Littín dirigió la película «Alsino y el cóndor» (1981), cinta escrita por él y Tomás Pérez Turrent, filmada en Nicaragua y producida por ese país, México, Cuba y Costa Rica. Esta cinta es la primera producción del régimen sandinista, recién instaurado en el país.
La película, referida a la lucha del grupo armado, ganó premios en los festivales de Moscú y La Habana (quizá por tratarse de una cinta realizada por un régimen gobernante impuesto a través de las armas, al igual que en esos países), y fue interpretada por el norteamericano Dean Stockwell y el niño nicaragüense Alan Esquivel.
Coproducciones con la U.R.S.S.
El director soviético nacido en Ucrania, Serguei Bondarchuk, llegó a México invitado por Margarita López Portillo para realizar la primera de dos cintas dedicadas a las experiencias revolucionarias del periodista norteamericano John Reed, ya biografiado en 1970 por Paul Leduc.
Así, se realizó en coproducción con la Unión Soviética e Italia, y en locaciones mexicanas, italianas y norteamericanas «Campanas rojas» (1981), cinta que pretendía ser un relato histórico de la revolución mexicana bajo la óptica de un observador extranjero. Fueron sus intérpretes la actriz suiza Ursula Andrews como Mabel Dodge, el italiano Franco Nero como John Reed, Jorge Luke como Emiliano Zapata y Eraclio Zepeda como Pancho Villa.
La cinta, a pesar de todos los recursos invertidos resultó plana y aburrida a los ojos del público y la crítica nacional; seguramente porque las interpretaciones personales de un director soviético, bajo la óptica de un régimen socialista como el de su país, resultan diferentes a las circunstancias en las cuales se desarrolló la lucha armada en México.
Sin embargo, «Campanas rojas» ganó el primer premio “Globo de Cristal” en el XXIII Festival de Karlovy Vary y el premio de la Unión de Periodistas de la U.R.S.S. durante 1982; curiosamente la segunda parte titulada «Rusia 1917. Campanas rojas II», filmada en 1983, que narraba el derrocamiento del régimen zarista y la instauración del socialismo en ese país molestó a la cúpula militar gobernante y fue desaconsejada para exhibirse en el extranjero.
Coproducciones con Alemania
Con otro espíritu y con mejores resultados, Ruy Guerra, cineasta nacido en Mozambique y formado en Brasil dirigió en México la coproducción con Alemania y Francia titulada «Eréndira» (1982), basada en un argumento de Gabriel García Márquez y ubicada en un país hipotético, donde una abuela interpretada por la actriz griega Irene Papas explotaba a su nieta, la brasileña Claudia Omaha, prostituyéndola.
Como puede verse, la industria cinematográfica nacional aún era apreciada en el extranjero, prueba de ello son las cintas coproducidas en este periodo (1960 - 1982). Por lo tanto se evidencia que el cine mexicano seguía y seguiría de pie.
No es que la participación de productores extranjeros en nuestro país resulte perjudicial, al contrario, como menciono a lo largo de todo el subtema, en muchos casos proporcionaron una fuente de ingresos para el país y trabajo para muchos elementos nacionales que de otra forma no hubieran podido desarrollar su talento. Lo que sí me parece ilógico y aberrante es que, mientras nuestros mejores cineastas se esforzaban por obtener un poco de apoyo por parte de las autoridades de nuestro país y tenían que emigrar al extranjero por la desatención del gobierno, a los productores extranjeros se les abrían todas las puertas y se les otorgaban todas las facilidades. Sin embargo, a pesar de todos estos tropiezos, el cine mexicano aún era reconocido como una industria de calidad, prueba de ello es que estos productores sí encontraban en nuestro país personas con el talento y las cualidades, tanto técnicas como artísticas, que requerían sus realizaciones, a pesar de la total indiferencia de las autoridades y para el enojo de muchos críticos que lo daban por muerto.
El cine mexicano al igual que la cinematografía de otros países no pudo resistirse al encanto de las coproducciones, además, y contradictoriamente a lo que sucedía con el apoyo del Estado a los directores del cine nacional, las compañías extranjeras aún veían en México bastantes posibilidades de aportación y creación dentro de la industria cinematográfica.
Como muestra, de 1960 a 1982 se realizaron aproximadamente 32 cintas bajo este rubro, siendo los países coproductores Estados Unidos, España, Francia, Italia, Cuba, Colombia, Guatemala, Perú, Chile, Nicaragua, la desaparecida U.R.S.S. (Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas) y Alemania.
Conozcamos ahora las cintas realizadas con cada país.
Coproducciones con Estados Unidos
Resultó llamativa la abundante participación norteamericana en el cine de la época. «El mal» (1965), fue dirigida por Gilberto Gascón y filmada totalmente a color en varios lugares de la provincia mexicana.
Para su realización el director se asoció con la Columbia Pictures, compañía norteamericana que ya había participado con anterioridad en la producción de películas nacionales, en especial las de Jesús Sotomayor, esto debido a la desconfianza de invertir en empresas del país y en previsión de recuperar lo invertido.
Esta cinta sigue el estilo de «Viento negro» (Servando González, 1964); en ella un médico alcohólico (Glenn Ford) es amenazado por la hidrofobia, y a la vez se enamora de una prostituta (Stella Stevens) de noble corazón; todo esto mientras se lleva a cabo la construcción de una carretera.
También realizaron películas en México dos directores de Hollywood: Samuel Fuller y Budd Boetticher, quien fuera maestro en el C.U.E.C. (como puede apreciarse, la escuela universitaria de cine poco a poco iba cobrando importancia y renombre, al grado de traer profesorado extranjero interesado en la enseñanza de la materia), que terminó en 1967 el documental taurino «Arruza», sobre el diestro mexicano del toreo. Por su parte Fuller dirigió «Nido de tiburones» (1967), cinta de aventuras con Burt Reynolds y Silvia Pinal.
Albert Zugsmith, productor norteamericano, dirigió en México la fantasía de horror «El cuarto chino» (1966), con Guillermo Murray y Elizabeth Campbell; y la parodia «El pistolero fantasma» (1967), con Troy Donahue.
Para este tipo de cintas (westerns), los productores aprovecharon las locaciones naturales del estado de Durango (zonas desérticas y pueblos fantasmas donde, según los lugareños, la iluminación durante la temporada de verano es la ideal por la brillantez del desierto y las condiciones naturales favorables que proporcionan un ahorro considerable a los productores en el renglón de iluminación), que alcanzó el reconocimiento en el ámbito internacional debido, en gran parte, a las cintas del oeste filmadas en el lugar.
Anthony Carras, por su parte, dirigió el melodrama «El hacedor de miedo» (1967), con Fernando Soler, Paul Picerni y Katty Jurado; cinta en donde el director aprovechó el gran talento de Soler, que es lo más destacable de
esta producción. Otro director norteamericano, Myron Gold, dirigió la cinta de aventuras «Temporada salvaje» (1968), con Ron Harper, Diane McBain y Víctor Buono.
En este tipo de cintas, los directores estadounidenses explotaban al máximo las facilidades que se les otorgaban para llevar a cabo su trabajo, por eso no es rara la gran participación de este país en la producción fílmica nacional. Todo se les otorgaba, no tenían más que pedir lo que necesitaban para que se les concediera. Si el cine nacional hubiera contado con ese apoyo y facilidades otra hubiera sido la historia.
Aprovechando la moda impuesta por la psicodelia, conocida a nivel mundial gracias al álbum de Los Beatles “Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band” y a la cinta del mismo grupo en dibujos animados «El submarino amarillo», Timothy Leary (presunto inventor del LSD) y Slavko Vorkapich, famoso especialista en montaje y trucos colaboraron con el director José María Fernández Unsaín (esposo de la actriz Jacqueline Andere) para la realización de la cinta de horror «Un largo viaje hacia la muerte» (1967), con Ignacio López Tarso, Fanny Cano, Jacqueline Andere y Miguel Ángel Álvarez.
En coproducción con CONACINE, el director Hall Bartlett realizó la cinta «Los hijos de Sánchez» (1978), sobre el famoso libro de Oscar Lewis. En esta cinta el director presenta un crudo y denigrante retrato acerca de la pobreza de la clase baja mexicana; encabezaron el reparto los actores Anthony Quinn, Dolores del Río (en su última película) y la jovencita Lucía Méndez.
Ese mismo año Alfredo Zacarías produjo, escribió y dirigió «Las abejas asesinas», con John Saxon, Ángel Tompkins y John Carradine. En esta cinta, Zacarías aprovechó la moda impuesta por el cine norteamericano de desastres («La aventura del Poseidón», «Infierno en la torre», «Terremoto», la serie «Aeropuerto») para llevar a cabo esta producción, que tendría una secuela en la cinta «El enjambre», con Richard Chamberlain. A diferencia de la primera, esta película es una realización completamente estadounidense.
En 1982, Juan López Moctezuma dirigió «Trampa nocturna», con el actor inglés Donald Pleasence y Angélica María, que interpreta a una mujer en dificultades para denunciar a su violador, un héroe de guerra.
Coproducciones con España
A través de la historia las relaciones culturales con este país siempre se han caracterizado por una amplia y mutua cooperación, por eso no resulta extraña la relación existente entre el cine español y el nacional.
El director mexicano Ismael Rodríguez se asoció con el productor Fernando de Fuentes hijo y con una firma española para dirigir en Berlín «El niño y el muro» (1964), película de reparto internacional encabezado por el actor francés Daniel Gélin, Yolanda Varela y el niño español Nino del Arco. En este melodrama se presenta de forma sumamente convencional un problema político de grandes proporciones: la construcción del muro de Berlín y la consecuente separación de las dos Alemanias. Todo es visto a través de los ojos de un niño que entabla amistad con una pequeña que vive al otro lado de la muralla cuando por accidente pierde la pelota con la que estaba jugando.
Otra coproducción con España filmada en nuestro país fue la comedia «Despedida de casada» (1966), del director español Juan de Orduña, con Anna Luisa Peluffo y Mauricio Garcés. Esta pícara comedia trató de aprovechar la fama del “play boy” maduro interpretado por Garcés. Sin embargo, la cinta no tuvo el éxito deseado, aunque no puede pasarse por alto el gran derroche de comicidad que presenta y los graciosos detalles captados por el director, en una trama bastante débil en donde la actuación del cómico mexicano es lo único rescatable.
Por su parte, antes de volver a España, el director vasco Antonio Eceiza dirigió «Complot mongol» (1977), con Pedro Armendáriz Jr., Ernesto Gómez Cruz y Blanca Guerra en una intriga policíaca y política.
Un año más tarde, el polémico escritor español Alberto Vázquez Figueroa dirigió en coproducción con su país la cinta «Oro rojo», que pretendía ser una película de denuncia política. Integraron el reparto Hugo Stiglitz y el español José Sacristán. En esta ambiciosa producción el escritor presenta una visión muy particular acerca del abuso y la explotación que se comete contra los nativos de una isla imaginaria del Caribe.
Por último, otro director de prestigio, Carlos Saura, dirigió en México por invitación de la directora de R.T.C., Margarita López Portillo (quien se encontraba convencida de que en nuestro país no existían cineastas de calidad) la coproducción con España y Francia «Antonieta» (1982). El escritor francés Jean-Claude Carriérre, colaborador de Luis Buñuel, escribió el argumento basado en la vida de la mexicana Antonieta Rivas Mercado, quien es interpretada por la bella actriz Isabelle Adjani.
Coproducciones con Francia
Si existe en el mundo una cinematografía más complaciente con los productores extranjeros, esa ha sido la industria fílmica mexicana. Mientras los creadores del cine nacional luchaban sin descanso por obtener un poco de apoyo, los cineastas extranjeros encontraban en México un campo abierto para llevar a cabo sus producciones. Francia no fue la excepción. En 1967 tres de sus directores filmaron coproducciones en México: Henri Verneuil «Los cañones de San Sebastián», con Anthony Quinn (por lo menos se encontraba un actor nacido en nuestro país en el papel estelar) como un bandido y falso cura del siglo XVII; José Giovanni «El rapaz», con Lino Ventura como un aventurero contratado para derrocar una dictadura en un país latinoamericano; complementaron el reparto de esta cinta los actores Charles Bronson, Anjannete Comer y Silvia Pinal.
Por último, en ese año Francois Reichenbach dirigió «Soy México», documental basado en un argumento de Carlos Fuentes prohibido en el país (por diferencias ideológicas con los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez); y en 1974 «¿No oyes ladrar a los perros?», cinta producida por CONACINE, Cinematográfica marco Polo y una firma francesa. Esta producción se basó en un cuento corto de Juan Rulfo adaptado por Carlos fuentes. Integraron el reparto, entre otros, Salvador Sánchez y el niño Ahuí Camacho.
Coproducciones con Italia
En 1972 en coproducción con el Estado y una firma italiana el director argentino Jorge Darnell realizó la cinta «Un camino», con locaciones en Nueva York, e interpretada por el español Fernando Rey, la norteamericana Mimsy Farmer y Sergio Jiménez, quien interpreta el papel principal de un joven pescador mexicano complicado con unos contrabandistas de indocumentados. En esta cinta, el director argentino muestra de forma sumamente veraz el problema de la migración y del abuso que sufren los inmigrantes al ser tratados como esclavos, coartando su libertad y sus derechos, siendo tratados como una mercancía.
El anteriormente mencionado Alberto Vázquez Figueroa, en coproducción con México, Italia y España dirigió en 1979 la cinta «Manaos», con Fabio Testi y Agostina Belli; la acción ocurría en el noreste brasileño, y al igual que «Oro rojo», pretendía ser una cinta de denuncia política. En esta ocasión el tema tratado es el de la explotación de los trabajadores en una plantación, los abusos por parte de los terratenientes y la precaria situación de vida de los obreros.
Coproducciones con Cuba
Como se comentó anteriormente, el régimen de Fidel castro cerró sus puertas a las cintas mexicanas, sin embargo, a pesar de la política castrista, en 1976 durante el gobierno de Luis Echeverría Álvarez, la amistad entre ambos mandatarios resultó evidente gracias al apoyo mutuo que los dos gobiernos proporcionaron al director vasco Antonio Eceiza, quien dirigió una coproducción con Cuba y México titulada «Mina, viento de libertad», cinta épica ambientada durante la guerra de independencia de México, con José Alonso como Javier Mina, Héctor Bonilla como Fray Servando Teresa de Mier, Pedro Armendáriz Jr., como Pedro Moreno y el actor cubano Sergio Corrieri encarnando a Joaquín Infante. La película resultó un gran éxito, tanto de taquilla como de crítica, y uno de sus intérpretes, Pedro Armendáriz Jr. se hizo merecedor al “Ariel” como mejor actor en 1976.
Para la cinta «El recurso del método» (1977) del director Miguel Littín, una coproducción de CONACINE con Francia y Cuba, fue adaptada la novela del cubano Alejo Carpentier por el propio Littín, el poeta mexicano Jaime Augusto Shelley y el francés Regis Debray; fotografió la cinta el argentino Ricardo Aronóvich. En esta cinta su director hace una crítica a las dictaduras en los países de Latinoamérica y a la opresión que provocan en su pueblo. Interpretó el papel principal el actor chileno Nelson Villagra, y complementaron el reparto la actriz mexicana Katty Jurado y el francés Alain Cuny.
Coproducciones con Colombia
En la década de los sesenta, como se ha visto hasta el momento, el cine mexicano realizó varias coproducciones; los cineastas del país buscaron en el extranjero las oportunidades que les negaba el cine nacional.
En Colombia, el director mexicano Julio Bracho dirigió la cinta «Cada voz lleva su angustia» en 1964, un melodrama rural interpretado por José Gálvez, adaptado de la novela de Jaime Ibáñez. En esta producción el director maneja con acierto a su grupo de actores y logra un retrato convincente acerca de la provincia colombiana (que en muchos aspectos no se distancia mucho de los paisajes rurales de nuestro país) bellamente retratada por la cámara de Gabriel Figueroa.
Y en 1971 fue filmada en el Valle del Cauca, donde ocurre la acción original de la novela de Jorge Isaac, la hermosa y romántica historia de «María», coproducida por la CLASA FILMS, dirigida por Tito Davidson, fotografiada excelentemente por Gabriel Figueroa e interpretada por la bellísima Taryn Power y Fernando Allende. Esta producción, bien realizada por Davidson, lanzó a la fama en el ámbito internacional al joven Allende, que realiza en esta cinta uno de sus trabajos más significativos al interpretar, de forma convincente, al joven estudiante de medicina que no puede realizar sus sueños al lado de la mujer que ama.
Como puede apreciarse, el cine mexicano pudo beneficiarse con estas realizaciones al encontrar fuentes de trabajo que, aunque efímeras, proporcionaron la oportunidad a muchos jóvenes talentos de lograr su proyección en el extranjero. Con los siguientes países sólo se realizó una coproducción, sin embargo vale la pena mencionarlas debido a la importancia que se le otorgaba al cine mexicano, a sus actores y a sus directores.
Coproducciones con Guatemala
Después de filmar en nuestro país la cinta «Pueblito», el director Emilio Fernández encontró una oportunidad de trabajo en el vecino país de Guatemala en donde dirigió su segunda y última película de esos años, «Paloma herida» (1962), sobre un argumento suyo adaptado, ni más ni menos, que por Juan Rulfo (como puede verse la crisis del cine nacional afectaba a los actores, directores, productores, guionistas y escritores). Al lado de Patricia Conde, Fernández interpretaba a un hombre desalmado en un medio rural y costeño, fotografiado de nueva cuenta por su amigo y ayudante inseparable, Gabriel Figueroa.
Coproducciones con Perú
Otro realizador mexicano que tuvo que emigrar al extranjero fue Carlos Enrique Taboada, que realizó en Perú, el bello y enigmático país andino «A la sombra del sol» (1965), con Álvaro Ortiz y Ofelia Montesco; es una cinta de aventuras con vistas impresionantes de Lima, el lago Titicaca, Cuzco (la ciudad imperial inca situada a mayor altura a nivel del mar en el mundo) y Machu - Pichu, la misteriosa e impresionante ciudad del imperio inca.
Coproducciones con Chile
Como consecuencia del brutal golpe de estado ocurrido en Chile en el cual fue asesinado el presidente de ideas socialistas Salvador Allende (amigo personal del presidente Luis Echeverría Álvarez), varios miembros de la cúpula intelectual de ese país tuvieron que abandonar su país por miedo a las represalias; una de estas personas fue el director Miguel Littín, que debutó en México presentando todo un alarde de cine épico en «Actas de Marusia» (1975). Para reconstruir en México la violenta represión militar de una huelga minera en el Chile de principios de siglo, Littín pudo contar incluso con el conocido actor italiano Gian María Volonté y con la música del famoso compositor griego Mikis Theodorakis, reconocido internacionalmente por haber compuesto el tema de la cinta «Zorba el griego».
El resultado fue completamente satisfactorio. Diana Bracho, Claudio Obregón, Eduardo López Rojas y Ernesto Gómez Cruz, entre otros, secundaron al actor italiano en este film que es una crítica directa al gobierno dictatorial impuesto por el general Augusto Pinochet.
Coproducciones con Nicaragua
En un plan más modesto y una vez aclimatado a nuestro país, Littín dirigió la película «Alsino y el cóndor» (1981), cinta escrita por él y Tomás Pérez Turrent, filmada en Nicaragua y producida por ese país, México, Cuba y Costa Rica. Esta cinta es la primera producción del régimen sandinista, recién instaurado en el país.
La película, referida a la lucha del grupo armado, ganó premios en los festivales de Moscú y La Habana (quizá por tratarse de una cinta realizada por un régimen gobernante impuesto a través de las armas, al igual que en esos países), y fue interpretada por el norteamericano Dean Stockwell y el niño nicaragüense Alan Esquivel.
Coproducciones con la U.R.S.S.
El director soviético nacido en Ucrania, Serguei Bondarchuk, llegó a México invitado por Margarita López Portillo para realizar la primera de dos cintas dedicadas a las experiencias revolucionarias del periodista norteamericano John Reed, ya biografiado en 1970 por Paul Leduc.
Así, se realizó en coproducción con la Unión Soviética e Italia, y en locaciones mexicanas, italianas y norteamericanas «Campanas rojas» (1981), cinta que pretendía ser un relato histórico de la revolución mexicana bajo la óptica de un observador extranjero. Fueron sus intérpretes la actriz suiza Ursula Andrews como Mabel Dodge, el italiano Franco Nero como John Reed, Jorge Luke como Emiliano Zapata y Eraclio Zepeda como Pancho Villa.
La cinta, a pesar de todos los recursos invertidos resultó plana y aburrida a los ojos del público y la crítica nacional; seguramente porque las interpretaciones personales de un director soviético, bajo la óptica de un régimen socialista como el de su país, resultan diferentes a las circunstancias en las cuales se desarrolló la lucha armada en México.
Sin embargo, «Campanas rojas» ganó el primer premio “Globo de Cristal” en el XXIII Festival de Karlovy Vary y el premio de la Unión de Periodistas de la U.R.S.S. durante 1982; curiosamente la segunda parte titulada «Rusia 1917. Campanas rojas II», filmada en 1983, que narraba el derrocamiento del régimen zarista y la instauración del socialismo en ese país molestó a la cúpula militar gobernante y fue desaconsejada para exhibirse en el extranjero.
Coproducciones con Alemania
Con otro espíritu y con mejores resultados, Ruy Guerra, cineasta nacido en Mozambique y formado en Brasil dirigió en México la coproducción con Alemania y Francia titulada «Eréndira» (1982), basada en un argumento de Gabriel García Márquez y ubicada en un país hipotético, donde una abuela interpretada por la actriz griega Irene Papas explotaba a su nieta, la brasileña Claudia Omaha, prostituyéndola.
Como puede verse, la industria cinematográfica nacional aún era apreciada en el extranjero, prueba de ello son las cintas coproducidas en este periodo (1960 - 1982). Por lo tanto se evidencia que el cine mexicano seguía y seguiría de pie.
No es que la participación de productores extranjeros en nuestro país resulte perjudicial, al contrario, como menciono a lo largo de todo el subtema, en muchos casos proporcionaron una fuente de ingresos para el país y trabajo para muchos elementos nacionales que de otra forma no hubieran podido desarrollar su talento. Lo que sí me parece ilógico y aberrante es que, mientras nuestros mejores cineastas se esforzaban por obtener un poco de apoyo por parte de las autoridades de nuestro país y tenían que emigrar al extranjero por la desatención del gobierno, a los productores extranjeros se les abrían todas las puertas y se les otorgaban todas las facilidades. Sin embargo, a pesar de todos estos tropiezos, el cine mexicano aún era reconocido como una industria de calidad, prueba de ello es que estos productores sí encontraban en nuestro país personas con el talento y las cualidades, tanto técnicas como artísticas, que requerían sus realizaciones, a pesar de la total indiferencia de las autoridades y para el enojo de muchos críticos que lo daban por muerto.