La "Época de Oro" del Cine Nacional
La década de los treinta marcó para nuestro cine el inicio de una etapa considerada “gloriosa”, es en esta década cuando la cinematografía nacional comienza a dar sus primeros pasos en el extranjero y la calidad de nuestras películas es reconocida por un público no nacional.
Los primeros logros en este tiempo inician en 1936, cuando se estrena en México la primera película nacional filmada en colores, «Novillero», protagonizada por el matador Lorenzo Garza y el cantante y compositor Agustín Lara; por otro lado es en este mismo año cuando Fernando De Fuentes filma la comedia «Allá en el Rancho Grande», cinta que tiene el honor de ser la primera producción mexicana en ser galardonada en el extranjero, este hecho sucedió en 1938 en el Festival de Venecia, cuando el régimen fascista de Benito Mussolini premió el trabajo de fotografía realizado por Gabriel Figueroa para esta cinta.
La película en cuestión duró una semana en cartelera, pero todo cambió cuando se convirtió en un éxito taquillero en el circuito hispano de los Estados Unidos y en Latinoamérica. Todos en el extranjero comentaban las actuaciones, las situaciones trazadas en un guión sólido y bien interpretado, y las canciones interpretadas por Tito Guizar y Lorenzo Barcelata.
Su reestreno en la ciudad de México fue memorable; todos querían saber qué era lo extraordinario de estos charros que luchaban por el amor de una mujer. El tema central (de autor desconocido) sonaba en las principales estaciones de radio, y en taquilla ingresaban 600 mil pesos en un solo mes.
En este mismo año se dio una inesperada aparición de melodramas en donde el personaje femenino era el referente obligado, solo que en un plano de “mujer fatal” que amenazaba las tradiciones nacionales. De 25 largometrajes realizados este año, seis siguieron ese argumento, siendo sus intérpretes Adriana Lamar, Marina Tamayo, Gloria Morel y Carmen Conde.
En el periodo comprendido entre 1937 y 1940 se realizan en nuestro país 162 películas, lo que demuestra la capacidad de producción que ya tenía nuestro cine; aunado a esto, en 1937 se incorpora al firmamento estelar del cine mexicano un barítono guanajuatense de nombre Jorge Negrete, un charro gallardo, de voz incomparable y con una presencia arrolladora. Para 1939 otra figura inmortal de la cinematografía nacional hace su aparición en un plano estelar, el cómico de carpa Mario Moreno “Cantinflas”, en la producción clásica de Juan Bustillo Oro «Ahí está el detalle».
“La carrera de Mario Moreno en el cine se salvó al coincidir con otro ex vasconcelista, Juan Bustillo Oro, menos cineasta que Urueta y Boytler, pero con mayor dominio del actor, del diálogo y de la trama. De manera insólita, el gusto que tenía Bustillo Oro por la comedia de enredo hiperdialogada, enraizada en el sainete hispano, resultó el agente natural para el pícaro irredimible que urde primero enamorar a la sirvienta (Dolores Camarillo) para saquear la despensa de los patrones, y que finge luego ser el hermano de la señora de la casa (Sofía Álvarez) con el fin de vivir a expensas de Cayetano, el ingenuo marido (Joaquín Pardavé).
Bustillo admira tanto a Mario Moreno como los directores previos y posee un mayor sentido del conjunto: pocas películas de la época presentan un equilibrio tal de buenas actuaciones como «Ahí está el detalle», con un brío que no decae nunca, pese a la gradual complicación del enredo, que termina con la célebre escena de Cantinflas en el juzgado respondiendo por la muerte de Boby, el perro, confundido con Boby, el maleante.
«Ahí está el detalle» fue el punto más alto de la comedia de la primera década sonora, dio legitimidad cinematográfica al “estrellato” de todo un cuerpo de comediantes en la etapa más oscura de la naciente industria y encarnó en Cantinflas el estilo propio de una masa desposeída. Lo que el público buscaba y obtenía de él era, por primera vez, ver su forma de sobrevivencia en la pantalla: la comedia cinematográfica tenía ya su primer modelo y Mario Moreno, el fantasma de su propia criatura” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p.p. 18-19).
En este año (1939) en Europa estalla la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos entra al conflicto bélico en 1941 y es entonces cuando la historia marca oficialmente el inicio de la “época de oro” del cine nacional, aunque es justo decir que no es en este año, sino a partir de la aparición de las figuras antes mencionadas -Jorge Negrete y “Cantinflas”- cuando nuestro cine comienza a trascender en un plano de mayor importancia nuestras fronteras; los primeros pasos corresponden a Fernando de Fuentes y a Gabriel Figueroa, de ahí en adelante aparece una pléyade de figuras sumamente conocidas entre las que destacan los hermanos Fernando, Domingo y Julián Soler, Carlos López Moctezuma, Arturo de Córdova, María Félix, Pedro Armendáriz, Emilio Tuero, Joaquín Pardavé, Sara García, Isabela Corona, María Elena Marqués, Columba Domínguez, Dolores del Río y Andrea Palma, por mencionar algunos nombres.
“Para finales de 1941, el cine mexicano parecía atascado en una crisis de mercados, y en consecuencia de producción, que le impedía pasar de 37 largometrajes por año, muy por debajo de los 57 del esplendoroso 1938. Pero hacia tiempo que el país ponía nervioso a Estados Unidos: la expropiación petrolera daba a México una autonomía política a la que se debían agregar veinte años de propaganda antiyanqui, la ruptura de relaciones con Inglaterra y el ejemplo de laboriosidad de las colonias alemana e italiana; además, la presencia de nazis y fascistas en el país era notoria y activa. Revertir todo eso en cuestión de meses fue la misión de la Oficina del Coordinador de Asuntos Interamericanos (OCAIA), dependiente del Departamento de estado Norteamericano. El asunto se volvió urgente cuando, tras el ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, Washington reparó en que a un vecino al que había despreciado durante un siglo no le sería difícil coquetear ahora con el enemigo” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 24) .
“Aquí, el clima bélico encerraba más el sentimiento de aventura de estar por primera vez en una guerra grande, si bien no era posible la participación en una escala significativa, y así se advirtió en las manifestaciones cinematográficas. En agosto de 1941 los ex vasconcelistas Alfonso Sánchez Tello y Chano Urueta se apresuraron a filmar la comedia de enredos «La Liga de las Canciones» (obvia alusión a la Liga de las naciones), donde se estimulaba el espíritu panamericanista fomentado por la OCAIA; un mexicano (Ramón Armengod), un argentino (Jorge Ché Reyes) y un cubano (el puertorriqueño Fernando Cortés) rivalizaban por el amor de una puertorriqueña (Mapy Cortés); el norteamericano Clifford Carr terminaba resolviendo todo.
Una ingenuidad mayor alentó la comedia sobre gemelos, también producida por Sánchez Tello, «Unidos por el eje»” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p.p. 24-25).
Para 1942 la situación del cine nacional estaba con todo a su favor, los aliados encabezados por los Estados Unidos seguían combatiendo a las fuerzas del eje en Europa, los mercados cinematográficos estadounidenses estaban a la expectativa y el cine mexicano estaba listo para cubrir dichas demandas. Un dato revelador que avala este hecho es la creación del Banco Cinematográfico S.A., contando con el apoyo del presidente Manuel Ávila Camacho y la inauguración en 1945 de los Estudios Churubusco, anunciados como “los más grandes de América Latina”.
“En julio de 1942, con un México ya sumado a los Aliados, el tono era apenas un poco más serio: Emilio Fernández, en «Soy puro mexicano», lleva al bandido Lupe Padilla (Pedro Armendáriz) a desmontar a balazos un centro de espionaje del Eje oculto en una hacienda. Rolando Aguilar hace que un reportero de Excélsior (Julián Soler) investigue la infiltración de agentes enemigos en Veracruz en «Espionaje en el golfo». El documentalista norteamericano de izquierda Herbert Kline, dirigió en versiones inglesa y castellana «Cinco fueron escogidos»; la segunda incluía a Joaquín Pardavé, Andrés Soler y Fernando Cortés entre los sacrificados por los nazis en la ciudad checoslovaca de Lídice. Ramón Pereda hizo en 1942 otro elogio al panamericanismo, «Canto a las Américas», y al año siguiente José Benavides Jr., en «Tres hermanos, narró cómo muchos mexicanos, para vivir en Estados Unidos, habían tenido que ir al combate; «Cadetes de la naval», de Fernando A. Palacios, exaltaba el heroísmo bélico de nuestra marina, que no tenía para cuando entrar en acción. En 1944 se filmaron las películas límite sobre nuestra presencia en la guerra: Mario Moreno hizo «Un día con el diablo», donde un voceador encarnaba en sueños a un cadete mexicano que cumplía heroicas misiones y acababa muerto a manos de la tropa japonesa; Roberto Gavaldón intentó convencer a los muy desconfiados jóvenes de los beneficios de la conscripción en «Corazones de México» y, a punto de terminar la guerra, Jaime Salvador dirigió lo que quiso ser la apoteosis, «Escuadrón 201», en la cual, en beneficio del melodrama, se inventaron muchas muertes” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p.25).
En la década de los años cuarenta la ciudad de México, entre muchas cosas, podía ufanarse de su ambiente cinematográfico; la capital veía surgir estudios cinematográficos por todas partes: Azteca Films, en la esquina de Juárez y Balderas; Nacional Productora en Paseo de la Reforma; México Films en la colonia Condesa; CLASA Films en Tlalpan y los Azteca en las márgenes del río Churubusco y Avenida Coyoacán.
Para 1950 la capital despertaba con los estudios Tepeyac en el norte de la ciudad, y los Cuauhtémoc (después América) en Tlalpan, muy cerca de los CLASA y los Churubusco, propiedad de Emilio Azcárraga. Dos años después del cierre de los Estudios México (1949), Jorge Stahl inauguró los estudios San Ángel Inn, en el sur poniente de la ciudad, y entre todos ellos se repartieron la producción regular de largometrajes, que promediaban los cien por año.
“Para 1945, los vicios del sindicalismo estallaron en una batalla interna. El agente principal fue Enrique Solís, secretario general desde la vieja Unión de Trabajadores de Estudios Cinematográficos de México (UTEC), de la cual había sido expulsado en 1938 por desempeñar la doble función de representante laboral y productor. Rehabilitado en 1940, y transformada la UTEC en Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica (STIC), se convirtió en secretario general de la sección 2 (técnicos y manuales), que en rigor agrupaba a la mayoría de la vieja Unión. Pero en 1941 el fotógrafo Gabriel Figueroa comenzó a denunciar los malos manejos de Solís, quien contaba con el apoyo del secretario general, Salvador Carrillo, y de Fidel Velásquez, flamante secretario general de la Confederación de Trabajadores de México (CTM)” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p.p. 38-39).
“Solís insistía en sus excesos: ya era dueño de los estudios Azteca, socio de los CLASA y de los México, y alquilaba equipo de filmación a los productores. En julio de 1944 los actores se unieron a las críticas por malos manejos y Jesús Martínez “Palillo”, realizó una huelga de hambre de un día en el Palacio de Bellas Artes. En febrero de 1945 Figueroa acusó a Solís de robo de documentos de la sección 2 y Jorge Negrete lo involucró en el robo de un millón de pesos. Solís fue aprehendido y quedó libre bajo fianza. En las asambleas del sindicato llovían las acusaciones: el 15 de febrero, en presencia de Fidel Velásquez, Carrillo abofeteó a Figueroa con tal fuerza que el camarógrafo fue al hospital. Las secciones 2, 7 y 47 pidieron entonces la destitución de Carrillo. Mario Moreno anunció la separación de la sección 7 y se creó el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC). El proceso se dio en medio de una enorme violencia: se suspendieron todas las
filmaciones durante un mes, los afiliados al STIC se negaron a trabajar en los teatros con los artistas del STPC, y el STIC amenazó con no exhibir las películas de Cantinflas y de Negrete.
El asunto se llevó ante el presidente Ávila Camacho, quien en carta a Velásquez del 3 de septiembre, y laudo de ese mismo mes, ordenó que se zanjara la cuestión. El STPC firmó contrato colectivo con la Asociación Nacional de Productores Cinematográficos, y el STIC, de pionero de la industria, cayó a la categoría de sindicato menor, lleno de restricciones” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 39)
Otro dato que confirma la importancia y trascendencia de nuestro cine en ésta época, al término del conflicto armado, es la formación en 1946 de la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas, cuyo primer presidente fue el cineasta Julio Bracho (hermano de la actriz Andrea Palma y padre de la también actriz Diana Bracho); los miembros de esta institución comenzaron también en este año con una tradición vigente hasta nuestros días: la entrega del premio “Ariel” (el equivalente al “Oscar” norteamericano), siendo la primera cinta galardonada como mejor película «La barraca», del director Roberto Gavaldón.
Del año 1940 a 1949 las cintas más representativas fueron:
«Ahí está el detalle» (1940), con Mario Moreno “Cantinflas” y Joaquín Pardavé, dirigida por Juan Bustillo Oro; «Historia de un gran amor» (1942), con Jorge Negrete y Gloria Marín, dirigida por Julio Bracho; «Flor Silvestre» y «María Candelaria», con Dolores del Río y Pedro Armendáriz, dirigidas por Emilio Fernández; «Doña Bárbara», con María Félix y Julián Soler, dirigida por Fernando de Fuentes; «Santa», con Esther Fernández y Víctor Manuel Mendoza, dirigida por Norman Foster y Alfredo Gómez de la Vega (todas de 1943); «La barraca» (1944), con Domingo Soler y Anita Blanch, dirigida por Roberto Gavaldón; «La perla» (1945), con Pedro Armendáriz y María Elena Marqués, primera película filmada en los Estudios Churubusco; «La otra», con Dolores del Río y Víctor Junco, dirigida por Roberto Gavaldón, «Los tres García», con Pedro Infante y Sara García, dirigida por Ismael Rodríguez (ambas de 1946); «La diosa arrodillada», con María Félix y Arturo de Córdova, dirigida por Roberto Gavaldón, «Nosotros los pobres», con Pedro Infante y Blanca Estela Pavón, dirigida por Ismael Rodríguez (1947); «Pueblerina», con Columba Domínguez y Roberto Cañedo, dirigida por Emilio Fernández, «Salón México», con Marga López y Miguel Inclán, dirigida por Emilio Fernández, «Los tres Huastecos», con Pedro Infante y Blanca Estela Pavón, dirigida por Ismael Rodríguez (las tres de 1948); y por último, en 1949 destacaron las producciones «La malquerida», con Pedro Armendáriz y Columba Domínguez, dirigida por Emilio Fernández; «La oveja negra», con Pedro Infante y Fernando Soler, dirigida por Ismael Rodríguez y «Aventurera», con Ninón Sevilla y Miguel Inclán, dirigida por Alberto Gout.
La situación de auge que caracterizó al cine mexicano durante la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de la posguerra empezó a cambiar en los inicios de la nueva década.
“Muy pocos atendían los avisos hechos por varios periodistas para que se corrigiera el rumbo de la industria (sobre todo los de Roberto Cantú Robert, desde sus editoriales de Cinema Reporter) y de los trabajadores del cine. En 1950 la industria pasaba por una fase de creatividad un tanto rutinaria, como un buque con destino establecido. Pedro Infante, la estrella popular más rentable, filmó cinco películas, dos muy ambiciosas; con Ismael Rodríguez, el drama revolucionario «Las mujeres de mi general» y la superproducción porfirista a colores «Sobre las olas»; una comedia, «El gavilán pollero» (Rogelio A. González), y otra, «También de dolor se canta» (René Cardona), que era un recorrido por el cine mexicano mismo, con notables apariciones de Tin-Tán y Pedro Vargas. Antonio Badú y Leticia Palma (filmando «Vagabunda»), y un dramón realista con un Emilio Fernández urgido en recuperar altura («Islas Marías»)” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p.p. 46-47).
“El propio Indio intentó varios registros novedosos; además de atraer a Infante, convenció a Negrete y a Gloria Marín para que interpretaran a un par de campesinos a merced de los peligros de la gran ciudad en «Siempre tuya»; ante la prohibición oficial de su proyecto sobre Zapata, pensando como la respuesta al «¡Viva Zapata!» de Kazan, debió conformarse con la historia de un zapatista a punto de ser fusilado «Un día de vida», y finalmente mostró un vigor nuevo con su espléndido melodrama arrabalero «Víctimas del pecado».
El equipo Tin-Tán – Martínez Solares – Juan García filmó tres comedias excelentes: «Simbad el mareado», «¡Ay amor, cómo me has puesto!» y «La marca del zorrillo», mientras Mario Moreno hizo dos: «El bombero atómico» y «El siete machos». El melodrama ranchero era ya una especie tan madura y autoconsciente como minoritaria, que ese año dio una pequeña obra maestra, «Rosauro Castro», y una pieza muy ambiciosa y fallida del veterano Fernando de Fuentes, «Por la puerta falsa», ambas protagonizadas por Pedro Armendáriz. De Fuentes se mostró mucho más inspirado en su adaptación de «Crimen y castigo», de Dostoyevsky, y Alejandro Galindo también hizo una de sus obras mayores al adaptar «Doña Perfecta», de Pérez Galdós, con Dolores del Río en una de sus mejores actuaciones” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 47).
Los mercados anteriormente conquistados por la cinematografía mexicana poco a poco fueron perdiéndose debido a la gran competencia del cine norteamericano que regresaba al plano internacional e iniciaba una nueva era de grandes superproducciones; el cine nacional abarató sus costos como medida defensiva produciendo sus películas en un lapso de tres semanas, cuando para tener una cinta competitiva y decorosa hacían falta por lo menos de cinco a seis semanas. El triste resultado es obvio: la producción fílmica nacional que había alcanzado un promedio de los cien largometrajes en 1950 se fue reduciendo paulatinamente, hasta llegar a los 46 en 1961.
Las circunstancias y las situaciones en la vida de las naciones, incluyendo a México habían cambiado en forma considerable; sin embargo, en la industria cinematográfica nacional se seguían aplicando los mismos principios y métodos de producción, explotando las mismas formas, convenciones y géneros de siempre, utilizando un lenguaje cinematográfico cada vez más pobre y falso.
Un poco de luz llegó a la cinematografía nacional al final de período de Miguel Alemán, cuando la lucha libre se convertía en uno de los espectáculos más llamativos en nuestro país. El cine de luchadores inició en 1952 con cuatro trabajos, «La bestia magnífica» (Urueta), con Wolf Ruvinskis, Crox Alvarado y Miroslava; «El luchador fenómeno», estelarizada por Adalberto Martínez “Resortes”, el “Médico Asesino” y la “Tonina Jackson”; David Silva, además de ser ya una estrella popular, convirtió en estrella a un luchador “de culto” en la cinta «Huracán Ramírez», dirigida por Ismael Rodríguez.
Sin embargo, la cinta más representativa en este año en el ambiente de la lucha libre fue la trepidante cinta de René Cardona «El enmascarado de plata», escrita por Ramón Obón y José G. Cruz, y protagonizada por Rodolfo Guzmán, “El Santo”.
Un año de suma importancia para este nuevo género fílmico fue 1958 con la aparición de las cintas «Santo contra el cerebro del mal» y «Santo contra los hombres infernales», ambas dirigidas por Joselito Rodríguez. Sin embargo, la cinta que encumbraría de forma definitiva a este enmascarado llegaría en 1962 y de la mano experta de Alfonso Corona Blake, «Santo contra las mujeres vampiro» co – estelarizada por Lorena Velásquez, María Duval, Jaime Fernández, Ofelia Montesco y Augusto Benedico.
De 1950 a 1959 las cintas más representativas fueron:
«Los olvidados», con Stella Inda y Roberto Cobo, dirigida por Luis Buñuel; «Doña perfecta», con Dolores del Río y José Elías Moreno, dirigida por Alejandro Galindo; «Susana», con Fernando Soler y Rosita Quintana, dirigida por Luis Buñuel; «Rosauro Castro», con Pedro Armendáriz y Carlos López Moctezuma, dirigida por Roberto Gavaldón (todas de 1950); «A toda máquina» (1951), con Pedro Infante y Luis Aguilar, dirigida por Ismael Rodríguez; «Él», con Arturo de Córdova y Delia Garcés, dirigida por Luis Buñuel, y «Dos tipos de cuidado», con Pedro Infante y Jorge Negrete -todo un acontecimiento-, dirigida por Ismael Rodríguez (ambas de 1952); «La cucaracha», con María Félix y Pedro Armendáriz, dirigida por Ismael Rodríguez, «La ilusión viaja en tranvía», con Lilia Prado y Carlos Navarro, dirigida por Luis Buñuel (1953); «Escuela de vagabundos» (1954), con Miroslava y Pedro Infante, dirigida por Rogelio A. González; «Ensayo de un crimen» (1955), con Miroslava y Ernesto Alonso, dirigida por Luis Buñuel; «Ladrón de cadáveres» (1956), con Wolf Ruvinskis y Columba Domínguez, dirigida por Fernando Méndez; «El vampiro» (1957), con Abel Salazar y Carmen Montejo, dirigida por Fernando Méndez; «Espaldas mojadas» (1958), con David Silva y Víctor Parra, dirigida por Alejandro Galindo y «Macario» (1959), con Ignacio López Tarso y Pina Pellicer, dirigida por Roberto Gavaldón.
“En 1953 fue elaborado el célebre Plan Garduño (promovido por Eduardo Garduño, al frente del Banco Nacional Cinematográfico), para estimular un cine de interés nacional, subsidiando trabajos de calidad. El plan sólo propició atrasos, corruptelas, un mayor monopolio de la exhibición y filmes acartonados que intentaban crear un cine de aliento. Los temas históricos tampoco fructificaron” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 58).
“Roberto Gavaldón se erige como la gran figura de los cincuenta; luego de un par de notables muestras de cine negro («En la palma de tu mano» y »La noche avanza»), realiza «El rebozo de Soledad» (1952), protagonizada por Arturo de Córdova, Stella Inda y Pedro Armendáriz. Otro reparto notable es el de «Tizoc» (Ismael Rodríguez, 1956), donde Pedro Infante hace a un indio noble y medio zonzo y María Félix a la joven blanca inalcanzable, relacionados previsible y trágicamente. Sobresale la obra maldita del cine, «La sombra del caudillo» (1960).
Julio Bracho convirtió la novela de Martín Luis Guzmán (1929) en una síntesis de los manejos del sistema político mexicano: sus pugnas por el poder, las alianzas entre partidos y dirigentes, las traiciones y venganzas, sus militares alcoholizados y mujeriegos, o gobernadores que se enriquecen mientras el pueblo muere de hambre, sin faltar los panfletarios discursos de violentos diputados” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 59)
“Se acababa la bacanal dorada del cine mexicano, ahora un lastre para una industria que dejaba en el camino a sus viejas luminarias, como el Indio Fernández, Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Gabriel Figueroa o Julio Bracho; los melodramas rancheros y el cine indigenista yacían sepultados por la urbe y una clase media ascendente que cambiaron la inocencia campirana por el reventón etílico, el albur y los desnudos. La devaluación del peso en 1954 (de $ 8.65 a $ 12.20) contribuyó también a la crisis de producción fílmica. Para colmo, varias figuras míticas desaparecían: un año antes el “charro cantor” Jorge Negrete falleció en un hospital de Los Ángeles; en marzo de 1955, la bellísima Miroslava se suicidó y pocos meses después murió Joaquín Pardavé, dejando inconclusas las cintas «Club de señoritas» y «La virtud desnuda», y aún faltaba lo peor: el 15 de abril de 1957, Pedro Infante perdió la vida en un trágico accidente de aviación, piloteando su nave por los cielos de Mérida, Yucatán” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 76).
La situación de alarma era evidente para estos años, el público estaba cansado de ver los mismos temas y con casi los mismos actores. Para rematar, en 1957 cuando México aún lloraba a sus dos ídolos dejan de funcionar los estudios Tepeyac y Clasa, y un año después (1958) hacen lo mismo los Estudios Azteca.
“Para 1959, en los albores del sexenio de Adolfo López Mateos, se redactaba una ley cinematográfica dispuesta a exorcizar los fantasmas de un cine en franca crisis; sin embargo, la ley no prosperó y se congeló por órdenes del Senado; a su vez, los Estudios Churubusco, que funcionaban junto con los de San Ángel Inn para la producción regular realizada por el STPC, pasaron a manos del estado, el cual adquirió en 1960 las salas de Operadora de Teatros de Manuel Espinoza Iglesias y la Cadena de Oro de Gabriel Alarcón, otrora gigantes de la exhibición. El gobierno no encontró resistencia, pues el cine había dejado de ser el gran negocio; la televisión, en particular la novedosa en color, era el verdadero contendiente por vencer y la cinematografía no perecía ser la más adecuada para derrotar a ese Goliat de olas imágenes. El cine, en manos del Estado, empezaba a transformarse en un juego político que alcanzaría proporciones inimaginables un par de sexenios después” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 77).
La crisis resultaba evidente.
Los primeros logros en este tiempo inician en 1936, cuando se estrena en México la primera película nacional filmada en colores, «Novillero», protagonizada por el matador Lorenzo Garza y el cantante y compositor Agustín Lara; por otro lado es en este mismo año cuando Fernando De Fuentes filma la comedia «Allá en el Rancho Grande», cinta que tiene el honor de ser la primera producción mexicana en ser galardonada en el extranjero, este hecho sucedió en 1938 en el Festival de Venecia, cuando el régimen fascista de Benito Mussolini premió el trabajo de fotografía realizado por Gabriel Figueroa para esta cinta.
La película en cuestión duró una semana en cartelera, pero todo cambió cuando se convirtió en un éxito taquillero en el circuito hispano de los Estados Unidos y en Latinoamérica. Todos en el extranjero comentaban las actuaciones, las situaciones trazadas en un guión sólido y bien interpretado, y las canciones interpretadas por Tito Guizar y Lorenzo Barcelata.
Su reestreno en la ciudad de México fue memorable; todos querían saber qué era lo extraordinario de estos charros que luchaban por el amor de una mujer. El tema central (de autor desconocido) sonaba en las principales estaciones de radio, y en taquilla ingresaban 600 mil pesos en un solo mes.
En este mismo año se dio una inesperada aparición de melodramas en donde el personaje femenino era el referente obligado, solo que en un plano de “mujer fatal” que amenazaba las tradiciones nacionales. De 25 largometrajes realizados este año, seis siguieron ese argumento, siendo sus intérpretes Adriana Lamar, Marina Tamayo, Gloria Morel y Carmen Conde.
En el periodo comprendido entre 1937 y 1940 se realizan en nuestro país 162 películas, lo que demuestra la capacidad de producción que ya tenía nuestro cine; aunado a esto, en 1937 se incorpora al firmamento estelar del cine mexicano un barítono guanajuatense de nombre Jorge Negrete, un charro gallardo, de voz incomparable y con una presencia arrolladora. Para 1939 otra figura inmortal de la cinematografía nacional hace su aparición en un plano estelar, el cómico de carpa Mario Moreno “Cantinflas”, en la producción clásica de Juan Bustillo Oro «Ahí está el detalle».
“La carrera de Mario Moreno en el cine se salvó al coincidir con otro ex vasconcelista, Juan Bustillo Oro, menos cineasta que Urueta y Boytler, pero con mayor dominio del actor, del diálogo y de la trama. De manera insólita, el gusto que tenía Bustillo Oro por la comedia de enredo hiperdialogada, enraizada en el sainete hispano, resultó el agente natural para el pícaro irredimible que urde primero enamorar a la sirvienta (Dolores Camarillo) para saquear la despensa de los patrones, y que finge luego ser el hermano de la señora de la casa (Sofía Álvarez) con el fin de vivir a expensas de Cayetano, el ingenuo marido (Joaquín Pardavé).
Bustillo admira tanto a Mario Moreno como los directores previos y posee un mayor sentido del conjunto: pocas películas de la época presentan un equilibrio tal de buenas actuaciones como «Ahí está el detalle», con un brío que no decae nunca, pese a la gradual complicación del enredo, que termina con la célebre escena de Cantinflas en el juzgado respondiendo por la muerte de Boby, el perro, confundido con Boby, el maleante.
«Ahí está el detalle» fue el punto más alto de la comedia de la primera década sonora, dio legitimidad cinematográfica al “estrellato” de todo un cuerpo de comediantes en la etapa más oscura de la naciente industria y encarnó en Cantinflas el estilo propio de una masa desposeída. Lo que el público buscaba y obtenía de él era, por primera vez, ver su forma de sobrevivencia en la pantalla: la comedia cinematográfica tenía ya su primer modelo y Mario Moreno, el fantasma de su propia criatura” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p.p. 18-19).
En este año (1939) en Europa estalla la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos entra al conflicto bélico en 1941 y es entonces cuando la historia marca oficialmente el inicio de la “época de oro” del cine nacional, aunque es justo decir que no es en este año, sino a partir de la aparición de las figuras antes mencionadas -Jorge Negrete y “Cantinflas”- cuando nuestro cine comienza a trascender en un plano de mayor importancia nuestras fronteras; los primeros pasos corresponden a Fernando de Fuentes y a Gabriel Figueroa, de ahí en adelante aparece una pléyade de figuras sumamente conocidas entre las que destacan los hermanos Fernando, Domingo y Julián Soler, Carlos López Moctezuma, Arturo de Córdova, María Félix, Pedro Armendáriz, Emilio Tuero, Joaquín Pardavé, Sara García, Isabela Corona, María Elena Marqués, Columba Domínguez, Dolores del Río y Andrea Palma, por mencionar algunos nombres.
“Para finales de 1941, el cine mexicano parecía atascado en una crisis de mercados, y en consecuencia de producción, que le impedía pasar de 37 largometrajes por año, muy por debajo de los 57 del esplendoroso 1938. Pero hacia tiempo que el país ponía nervioso a Estados Unidos: la expropiación petrolera daba a México una autonomía política a la que se debían agregar veinte años de propaganda antiyanqui, la ruptura de relaciones con Inglaterra y el ejemplo de laboriosidad de las colonias alemana e italiana; además, la presencia de nazis y fascistas en el país era notoria y activa. Revertir todo eso en cuestión de meses fue la misión de la Oficina del Coordinador de Asuntos Interamericanos (OCAIA), dependiente del Departamento de estado Norteamericano. El asunto se volvió urgente cuando, tras el ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, Washington reparó en que a un vecino al que había despreciado durante un siglo no le sería difícil coquetear ahora con el enemigo” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 24) .
“Aquí, el clima bélico encerraba más el sentimiento de aventura de estar por primera vez en una guerra grande, si bien no era posible la participación en una escala significativa, y así se advirtió en las manifestaciones cinematográficas. En agosto de 1941 los ex vasconcelistas Alfonso Sánchez Tello y Chano Urueta se apresuraron a filmar la comedia de enredos «La Liga de las Canciones» (obvia alusión a la Liga de las naciones), donde se estimulaba el espíritu panamericanista fomentado por la OCAIA; un mexicano (Ramón Armengod), un argentino (Jorge Ché Reyes) y un cubano (el puertorriqueño Fernando Cortés) rivalizaban por el amor de una puertorriqueña (Mapy Cortés); el norteamericano Clifford Carr terminaba resolviendo todo.
Una ingenuidad mayor alentó la comedia sobre gemelos, también producida por Sánchez Tello, «Unidos por el eje»” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p.p. 24-25).
Para 1942 la situación del cine nacional estaba con todo a su favor, los aliados encabezados por los Estados Unidos seguían combatiendo a las fuerzas del eje en Europa, los mercados cinematográficos estadounidenses estaban a la expectativa y el cine mexicano estaba listo para cubrir dichas demandas. Un dato revelador que avala este hecho es la creación del Banco Cinematográfico S.A., contando con el apoyo del presidente Manuel Ávila Camacho y la inauguración en 1945 de los Estudios Churubusco, anunciados como “los más grandes de América Latina”.
“En julio de 1942, con un México ya sumado a los Aliados, el tono era apenas un poco más serio: Emilio Fernández, en «Soy puro mexicano», lleva al bandido Lupe Padilla (Pedro Armendáriz) a desmontar a balazos un centro de espionaje del Eje oculto en una hacienda. Rolando Aguilar hace que un reportero de Excélsior (Julián Soler) investigue la infiltración de agentes enemigos en Veracruz en «Espionaje en el golfo». El documentalista norteamericano de izquierda Herbert Kline, dirigió en versiones inglesa y castellana «Cinco fueron escogidos»; la segunda incluía a Joaquín Pardavé, Andrés Soler y Fernando Cortés entre los sacrificados por los nazis en la ciudad checoslovaca de Lídice. Ramón Pereda hizo en 1942 otro elogio al panamericanismo, «Canto a las Américas», y al año siguiente José Benavides Jr., en «Tres hermanos, narró cómo muchos mexicanos, para vivir en Estados Unidos, habían tenido que ir al combate; «Cadetes de la naval», de Fernando A. Palacios, exaltaba el heroísmo bélico de nuestra marina, que no tenía para cuando entrar en acción. En 1944 se filmaron las películas límite sobre nuestra presencia en la guerra: Mario Moreno hizo «Un día con el diablo», donde un voceador encarnaba en sueños a un cadete mexicano que cumplía heroicas misiones y acababa muerto a manos de la tropa japonesa; Roberto Gavaldón intentó convencer a los muy desconfiados jóvenes de los beneficios de la conscripción en «Corazones de México» y, a punto de terminar la guerra, Jaime Salvador dirigió lo que quiso ser la apoteosis, «Escuadrón 201», en la cual, en beneficio del melodrama, se inventaron muchas muertes” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p.25).
En la década de los años cuarenta la ciudad de México, entre muchas cosas, podía ufanarse de su ambiente cinematográfico; la capital veía surgir estudios cinematográficos por todas partes: Azteca Films, en la esquina de Juárez y Balderas; Nacional Productora en Paseo de la Reforma; México Films en la colonia Condesa; CLASA Films en Tlalpan y los Azteca en las márgenes del río Churubusco y Avenida Coyoacán.
Para 1950 la capital despertaba con los estudios Tepeyac en el norte de la ciudad, y los Cuauhtémoc (después América) en Tlalpan, muy cerca de los CLASA y los Churubusco, propiedad de Emilio Azcárraga. Dos años después del cierre de los Estudios México (1949), Jorge Stahl inauguró los estudios San Ángel Inn, en el sur poniente de la ciudad, y entre todos ellos se repartieron la producción regular de largometrajes, que promediaban los cien por año.
“Para 1945, los vicios del sindicalismo estallaron en una batalla interna. El agente principal fue Enrique Solís, secretario general desde la vieja Unión de Trabajadores de Estudios Cinematográficos de México (UTEC), de la cual había sido expulsado en 1938 por desempeñar la doble función de representante laboral y productor. Rehabilitado en 1940, y transformada la UTEC en Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica (STIC), se convirtió en secretario general de la sección 2 (técnicos y manuales), que en rigor agrupaba a la mayoría de la vieja Unión. Pero en 1941 el fotógrafo Gabriel Figueroa comenzó a denunciar los malos manejos de Solís, quien contaba con el apoyo del secretario general, Salvador Carrillo, y de Fidel Velásquez, flamante secretario general de la Confederación de Trabajadores de México (CTM)” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p.p. 38-39).
“Solís insistía en sus excesos: ya era dueño de los estudios Azteca, socio de los CLASA y de los México, y alquilaba equipo de filmación a los productores. En julio de 1944 los actores se unieron a las críticas por malos manejos y Jesús Martínez “Palillo”, realizó una huelga de hambre de un día en el Palacio de Bellas Artes. En febrero de 1945 Figueroa acusó a Solís de robo de documentos de la sección 2 y Jorge Negrete lo involucró en el robo de un millón de pesos. Solís fue aprehendido y quedó libre bajo fianza. En las asambleas del sindicato llovían las acusaciones: el 15 de febrero, en presencia de Fidel Velásquez, Carrillo abofeteó a Figueroa con tal fuerza que el camarógrafo fue al hospital. Las secciones 2, 7 y 47 pidieron entonces la destitución de Carrillo. Mario Moreno anunció la separación de la sección 7 y se creó el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC). El proceso se dio en medio de una enorme violencia: se suspendieron todas las
filmaciones durante un mes, los afiliados al STIC se negaron a trabajar en los teatros con los artistas del STPC, y el STIC amenazó con no exhibir las películas de Cantinflas y de Negrete.
El asunto se llevó ante el presidente Ávila Camacho, quien en carta a Velásquez del 3 de septiembre, y laudo de ese mismo mes, ordenó que se zanjara la cuestión. El STPC firmó contrato colectivo con la Asociación Nacional de Productores Cinematográficos, y el STIC, de pionero de la industria, cayó a la categoría de sindicato menor, lleno de restricciones” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 39)
Otro dato que confirma la importancia y trascendencia de nuestro cine en ésta época, al término del conflicto armado, es la formación en 1946 de la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas, cuyo primer presidente fue el cineasta Julio Bracho (hermano de la actriz Andrea Palma y padre de la también actriz Diana Bracho); los miembros de esta institución comenzaron también en este año con una tradición vigente hasta nuestros días: la entrega del premio “Ariel” (el equivalente al “Oscar” norteamericano), siendo la primera cinta galardonada como mejor película «La barraca», del director Roberto Gavaldón.
Del año 1940 a 1949 las cintas más representativas fueron:
«Ahí está el detalle» (1940), con Mario Moreno “Cantinflas” y Joaquín Pardavé, dirigida por Juan Bustillo Oro; «Historia de un gran amor» (1942), con Jorge Negrete y Gloria Marín, dirigida por Julio Bracho; «Flor Silvestre» y «María Candelaria», con Dolores del Río y Pedro Armendáriz, dirigidas por Emilio Fernández; «Doña Bárbara», con María Félix y Julián Soler, dirigida por Fernando de Fuentes; «Santa», con Esther Fernández y Víctor Manuel Mendoza, dirigida por Norman Foster y Alfredo Gómez de la Vega (todas de 1943); «La barraca» (1944), con Domingo Soler y Anita Blanch, dirigida por Roberto Gavaldón; «La perla» (1945), con Pedro Armendáriz y María Elena Marqués, primera película filmada en los Estudios Churubusco; «La otra», con Dolores del Río y Víctor Junco, dirigida por Roberto Gavaldón, «Los tres García», con Pedro Infante y Sara García, dirigida por Ismael Rodríguez (ambas de 1946); «La diosa arrodillada», con María Félix y Arturo de Córdova, dirigida por Roberto Gavaldón, «Nosotros los pobres», con Pedro Infante y Blanca Estela Pavón, dirigida por Ismael Rodríguez (1947); «Pueblerina», con Columba Domínguez y Roberto Cañedo, dirigida por Emilio Fernández, «Salón México», con Marga López y Miguel Inclán, dirigida por Emilio Fernández, «Los tres Huastecos», con Pedro Infante y Blanca Estela Pavón, dirigida por Ismael Rodríguez (las tres de 1948); y por último, en 1949 destacaron las producciones «La malquerida», con Pedro Armendáriz y Columba Domínguez, dirigida por Emilio Fernández; «La oveja negra», con Pedro Infante y Fernando Soler, dirigida por Ismael Rodríguez y «Aventurera», con Ninón Sevilla y Miguel Inclán, dirigida por Alberto Gout.
La situación de auge que caracterizó al cine mexicano durante la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de la posguerra empezó a cambiar en los inicios de la nueva década.
“Muy pocos atendían los avisos hechos por varios periodistas para que se corrigiera el rumbo de la industria (sobre todo los de Roberto Cantú Robert, desde sus editoriales de Cinema Reporter) y de los trabajadores del cine. En 1950 la industria pasaba por una fase de creatividad un tanto rutinaria, como un buque con destino establecido. Pedro Infante, la estrella popular más rentable, filmó cinco películas, dos muy ambiciosas; con Ismael Rodríguez, el drama revolucionario «Las mujeres de mi general» y la superproducción porfirista a colores «Sobre las olas»; una comedia, «El gavilán pollero» (Rogelio A. González), y otra, «También de dolor se canta» (René Cardona), que era un recorrido por el cine mexicano mismo, con notables apariciones de Tin-Tán y Pedro Vargas. Antonio Badú y Leticia Palma (filmando «Vagabunda»), y un dramón realista con un Emilio Fernández urgido en recuperar altura («Islas Marías»)” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p.p. 46-47).
“El propio Indio intentó varios registros novedosos; además de atraer a Infante, convenció a Negrete y a Gloria Marín para que interpretaran a un par de campesinos a merced de los peligros de la gran ciudad en «Siempre tuya»; ante la prohibición oficial de su proyecto sobre Zapata, pensando como la respuesta al «¡Viva Zapata!» de Kazan, debió conformarse con la historia de un zapatista a punto de ser fusilado «Un día de vida», y finalmente mostró un vigor nuevo con su espléndido melodrama arrabalero «Víctimas del pecado».
El equipo Tin-Tán – Martínez Solares – Juan García filmó tres comedias excelentes: «Simbad el mareado», «¡Ay amor, cómo me has puesto!» y «La marca del zorrillo», mientras Mario Moreno hizo dos: «El bombero atómico» y «El siete machos». El melodrama ranchero era ya una especie tan madura y autoconsciente como minoritaria, que ese año dio una pequeña obra maestra, «Rosauro Castro», y una pieza muy ambiciosa y fallida del veterano Fernando de Fuentes, «Por la puerta falsa», ambas protagonizadas por Pedro Armendáriz. De Fuentes se mostró mucho más inspirado en su adaptación de «Crimen y castigo», de Dostoyevsky, y Alejandro Galindo también hizo una de sus obras mayores al adaptar «Doña Perfecta», de Pérez Galdós, con Dolores del Río en una de sus mejores actuaciones” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 47).
Los mercados anteriormente conquistados por la cinematografía mexicana poco a poco fueron perdiéndose debido a la gran competencia del cine norteamericano que regresaba al plano internacional e iniciaba una nueva era de grandes superproducciones; el cine nacional abarató sus costos como medida defensiva produciendo sus películas en un lapso de tres semanas, cuando para tener una cinta competitiva y decorosa hacían falta por lo menos de cinco a seis semanas. El triste resultado es obvio: la producción fílmica nacional que había alcanzado un promedio de los cien largometrajes en 1950 se fue reduciendo paulatinamente, hasta llegar a los 46 en 1961.
Las circunstancias y las situaciones en la vida de las naciones, incluyendo a México habían cambiado en forma considerable; sin embargo, en la industria cinematográfica nacional se seguían aplicando los mismos principios y métodos de producción, explotando las mismas formas, convenciones y géneros de siempre, utilizando un lenguaje cinematográfico cada vez más pobre y falso.
Un poco de luz llegó a la cinematografía nacional al final de período de Miguel Alemán, cuando la lucha libre se convertía en uno de los espectáculos más llamativos en nuestro país. El cine de luchadores inició en 1952 con cuatro trabajos, «La bestia magnífica» (Urueta), con Wolf Ruvinskis, Crox Alvarado y Miroslava; «El luchador fenómeno», estelarizada por Adalberto Martínez “Resortes”, el “Médico Asesino” y la “Tonina Jackson”; David Silva, además de ser ya una estrella popular, convirtió en estrella a un luchador “de culto” en la cinta «Huracán Ramírez», dirigida por Ismael Rodríguez.
Sin embargo, la cinta más representativa en este año en el ambiente de la lucha libre fue la trepidante cinta de René Cardona «El enmascarado de plata», escrita por Ramón Obón y José G. Cruz, y protagonizada por Rodolfo Guzmán, “El Santo”.
Un año de suma importancia para este nuevo género fílmico fue 1958 con la aparición de las cintas «Santo contra el cerebro del mal» y «Santo contra los hombres infernales», ambas dirigidas por Joselito Rodríguez. Sin embargo, la cinta que encumbraría de forma definitiva a este enmascarado llegaría en 1962 y de la mano experta de Alfonso Corona Blake, «Santo contra las mujeres vampiro» co – estelarizada por Lorena Velásquez, María Duval, Jaime Fernández, Ofelia Montesco y Augusto Benedico.
De 1950 a 1959 las cintas más representativas fueron:
«Los olvidados», con Stella Inda y Roberto Cobo, dirigida por Luis Buñuel; «Doña perfecta», con Dolores del Río y José Elías Moreno, dirigida por Alejandro Galindo; «Susana», con Fernando Soler y Rosita Quintana, dirigida por Luis Buñuel; «Rosauro Castro», con Pedro Armendáriz y Carlos López Moctezuma, dirigida por Roberto Gavaldón (todas de 1950); «A toda máquina» (1951), con Pedro Infante y Luis Aguilar, dirigida por Ismael Rodríguez; «Él», con Arturo de Córdova y Delia Garcés, dirigida por Luis Buñuel, y «Dos tipos de cuidado», con Pedro Infante y Jorge Negrete -todo un acontecimiento-, dirigida por Ismael Rodríguez (ambas de 1952); «La cucaracha», con María Félix y Pedro Armendáriz, dirigida por Ismael Rodríguez, «La ilusión viaja en tranvía», con Lilia Prado y Carlos Navarro, dirigida por Luis Buñuel (1953); «Escuela de vagabundos» (1954), con Miroslava y Pedro Infante, dirigida por Rogelio A. González; «Ensayo de un crimen» (1955), con Miroslava y Ernesto Alonso, dirigida por Luis Buñuel; «Ladrón de cadáveres» (1956), con Wolf Ruvinskis y Columba Domínguez, dirigida por Fernando Méndez; «El vampiro» (1957), con Abel Salazar y Carmen Montejo, dirigida por Fernando Méndez; «Espaldas mojadas» (1958), con David Silva y Víctor Parra, dirigida por Alejandro Galindo y «Macario» (1959), con Ignacio López Tarso y Pina Pellicer, dirigida por Roberto Gavaldón.
“En 1953 fue elaborado el célebre Plan Garduño (promovido por Eduardo Garduño, al frente del Banco Nacional Cinematográfico), para estimular un cine de interés nacional, subsidiando trabajos de calidad. El plan sólo propició atrasos, corruptelas, un mayor monopolio de la exhibición y filmes acartonados que intentaban crear un cine de aliento. Los temas históricos tampoco fructificaron” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 58).
“Roberto Gavaldón se erige como la gran figura de los cincuenta; luego de un par de notables muestras de cine negro («En la palma de tu mano» y »La noche avanza»), realiza «El rebozo de Soledad» (1952), protagonizada por Arturo de Córdova, Stella Inda y Pedro Armendáriz. Otro reparto notable es el de «Tizoc» (Ismael Rodríguez, 1956), donde Pedro Infante hace a un indio noble y medio zonzo y María Félix a la joven blanca inalcanzable, relacionados previsible y trágicamente. Sobresale la obra maldita del cine, «La sombra del caudillo» (1960).
Julio Bracho convirtió la novela de Martín Luis Guzmán (1929) en una síntesis de los manejos del sistema político mexicano: sus pugnas por el poder, las alianzas entre partidos y dirigentes, las traiciones y venganzas, sus militares alcoholizados y mujeriegos, o gobernadores que se enriquecen mientras el pueblo muere de hambre, sin faltar los panfletarios discursos de violentos diputados” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 59)
“Se acababa la bacanal dorada del cine mexicano, ahora un lastre para una industria que dejaba en el camino a sus viejas luminarias, como el Indio Fernández, Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Gabriel Figueroa o Julio Bracho; los melodramas rancheros y el cine indigenista yacían sepultados por la urbe y una clase media ascendente que cambiaron la inocencia campirana por el reventón etílico, el albur y los desnudos. La devaluación del peso en 1954 (de $ 8.65 a $ 12.20) contribuyó también a la crisis de producción fílmica. Para colmo, varias figuras míticas desaparecían: un año antes el “charro cantor” Jorge Negrete falleció en un hospital de Los Ángeles; en marzo de 1955, la bellísima Miroslava se suicidó y pocos meses después murió Joaquín Pardavé, dejando inconclusas las cintas «Club de señoritas» y «La virtud desnuda», y aún faltaba lo peor: el 15 de abril de 1957, Pedro Infante perdió la vida en un trágico accidente de aviación, piloteando su nave por los cielos de Mérida, Yucatán” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 76).
La situación de alarma era evidente para estos años, el público estaba cansado de ver los mismos temas y con casi los mismos actores. Para rematar, en 1957 cuando México aún lloraba a sus dos ídolos dejan de funcionar los estudios Tepeyac y Clasa, y un año después (1958) hacen lo mismo los Estudios Azteca.
“Para 1959, en los albores del sexenio de Adolfo López Mateos, se redactaba una ley cinematográfica dispuesta a exorcizar los fantasmas de un cine en franca crisis; sin embargo, la ley no prosperó y se congeló por órdenes del Senado; a su vez, los Estudios Churubusco, que funcionaban junto con los de San Ángel Inn para la producción regular realizada por el STPC, pasaron a manos del estado, el cual adquirió en 1960 las salas de Operadora de Teatros de Manuel Espinoza Iglesias y la Cadena de Oro de Gabriel Alarcón, otrora gigantes de la exhibición. El gobierno no encontró resistencia, pues el cine había dejado de ser el gran negocio; la televisión, en particular la novedosa en color, era el verdadero contendiente por vencer y la cinematografía no perecía ser la más adecuada para derrotar a ese Goliat de olas imágenes. El cine, en manos del Estado, empezaba a transformarse en un juego político que alcanzaría proporciones inimaginables un par de sexenios después” (García, Gustavo; Aviña Rafael; Época de oro del cine mexicano; Editorial Clío; México, 1997; p. 77).
La crisis resultaba evidente.